Por Sergio Huidobro
Desde Morelia
La vivienda es de quien la trabaja, vive y mata en ella
Las culturas hispanas tenemos –y frecuentemente sufrimos– una fijación perpetua con la vivienda. Más allá de su aspecto inmobiliario, la necesidad de construir un espacio vital, delimitado y físico, en el cual echar raíces es una constante continental que va de “La estrategia del caracol” (Sergio Cabrera, 1993) a “Antes del olvido” (Iria Gómez Concheiro, 2018), “La mansión de Araucaima”( Carlos Mayolo, 1986 ) o “El ombligo de Guedani” (Xavi Sala, 2018), con un largo prólogo hacia atrás; habitar espacios, propios o ajenos, enmarca nuestras relaciones como tribu.
Si en el cine anglosajón la casa familiar suele parecerse a un territorio que se defiende por su valor como propiedad (De Perros de pajaa cualquier otro relato sobre irrupciones domésticas), en el ámbito hispano esta defensa tiene el cariz de una afirmación identitaria o un choque de clases, razas, jerarquías. Esta última es la ruta seguida por “Mano de obra” (2019), la madura, tragicómica y desnuda ópera prima del productor de cabecera de Michel Franco, David Zonana quien, para estrenarse como capitán, ha intercambiado roles con el director de “Después de Lucía”.
“Mano de obra” es una película breve en anécdota y larga en implicaciones. Las despachamos en ese orden. Se desarrolla casi por completo al interior de una casa en obra negra de amplios espacios y ventanales, aunque con más dinero que estilo. Ahí trabaja Francisco (Luis Alberti, ese camaleón de instintos y de acentos al hablar), un albañil que no es ni jefe de obra, ni el mayor, ni el más listo: no podría distinguirse del resto si no fuera el hermano de Carlos, otro de los trabajadores que, en un paso en falso desde la azotea, muere al desplomarse.
Ahí empieza el trayecto de cambio de un protagonista a quien conocemos prestándole su sueldo íntegro a un colega para resolver un asunto de salud, pero que hora y media después termina convertido en un amasijo de rencores, deudas morales y bajezas cometidas unas para salir del hoyo y otras, por pura maldad.
Al morir el propietario de la futura casa (un hombre sin familia, acostumbrado sin notarlo a los privilegios de clase), Francisco decide mudarse como paracaidista a la casa, terminar sus acabados, e invitar a su cuadrilla de albañiles a mudarse con todo y sus familias. Se mudan mientras la propiedad está intestada, y la ocupan –okupan– a la espera de que un juicio amañado incline las escrituras a su favor. Su lógica es impasible: después de todo, entre todos la construyeron con las manos, y nadie había vivido antes ahí… ¿no?
Construida con paciencia, malicia y sin excederse en golpes de efecto, “Mano de obra” dibuja un panorama original y bien informado sobre los conflictos de clase en una ciudad como la capital mexicana. Su exploración de la pertenencia, el arraigo y la dignidad obrera no son panfletarias ni idealizan a sus sujetos: de hecho, son las varias dimensiones morales de Francisco y sus amigas las que elevan el nivel de la película, la complejizan y nos obligan a replantear posturas cada vez que nos hemos puesto del lado de alguien.
Berlín ´86, Lomas Verdes Strasse
Para quienes nacimos en los años ochenta, e incluso para quienes ya estaban fumando el primer churro cuando nosotros nacimos, aquella es una década fragmentada, sin orden, llena de un caudal de estímulos difíciles de conciliar en la misma línea de tiempo: el cine de ficheras, el fraude electoral, el concierto de Queen en Puebla, el bar El Nueve, las noches de la Quiñonera, la ciudad devorada por el sismo, Maradona en el Azteca, Flans, Caifanes, el Espacio de Cositas. Todo junto. Hoy, todo ido.
Con todo y sus flaquezas, la visión vibrante y voluptuosa de Hari Sama sobre el mexico ochentoso en su quinto largometraje, “Esto no es Berlín” (2019), es tan arbitraria como los recuerdos íntimos. Probablemente nada haya sucedido como lo vemos ahí, pero como evocación de lo perdido, es tan real, lacerante y sensual como un viejo video grabado en super 8.
Sus protagonistas son dos estudiantes de prepa en la Lomas Verdes que se creía primer mundo; su viaje es el del DF subterráneo, vitalista y tiernamente patético en su pretensión: el retrato de los artistas adolescentes que morían y revivían todas las noches, en un limbo que se desentendía tanto de la realidad social como de la epidemia del SIDA.
El título de la película aparece primero en boca de alguien y después como texto en una intervención artística, y refleja la tierra de nadie cultural en la que habitan estos seres, que habitan los suburbios de clase media alta como si éstos fueran una sucursal de Berlín Occidental o el Western Village.
Pero no es así. Una excursión a Ecatepec para dar un concierto de post-punk new wave les revela estar más lejos del Estado de México que del propio Berlín; “nosotros somos banda-banda” les dice un entusiasta del rock urbano ecatepunk, a lo que Gera (José Antonio Toledano) responde: “nosotros quién sabe qué somos.”
“Esto no es Berlín” acierta al resucitar la mirada de esa ciudad desconocida para la mayoría, incluso entre sus contemporáneos. En el aire se agitan las referencias susurradas a la Quiñonera, el Bar el Nueve y otros recintos de culto, así como a las escapadas nocturnas de Juan José Gurrola, José Luis Cuevas y los nuevos rebeldes como Francis Alys o Joseph Beuys.
La noche que habitan Carlos (Xabiani Ponce de León), Rita (Ximena Romo) y Gera ya no es la de “Los caifanes” (1966) pero tampoco se parece a la noche chilanga, aséptica y gentrificada, que conocemos hoy.
“Esto no es Berlín” tiene una narración tambaleante que da vueltas circulares sobre las mismas ideas, y cuyos personajes parecen estacionados en un limbo que no los deja conocerlos a fondo, pero vale por su precisión sensorial al contagiarnos sus estados de ánimo. Además, para una vez que una película mexicana utiliza canciones de New Order o Visage y lo hace endiabladamente bien… merece el beneficio de la duda.
Fotografía principal: Corre Cámara