El ojo ve en silencio. El ojo y el silencio. En el principio, cuando el cine era silente, jamás fue del todo silente. Existieron partituras compuestas especialmente para cada película lo que hacía de su proyección un espectáculo cercano a la ópera y al teatro del cual recién estaba separándose. Eran, por supuesto, los intertítulos los que explicaban las acciones objetivas y subjetivas entre los personajes y transmitían al espectador sus diálogos. Pero hubo otro cine que apostó al silencio absoluto, no necesariamente a la carencia de sonido de las cosas sino a la falta del habla para narrar historias. Estos son seis ejemplos. Tres de estas películas son obras maestras que se sostienen por gracia de la actuación o por la maestría del montaje cinematográfico, mientras el resto constituyen ejemplos de un tipo de cine experimental y arriesgado, que apuesta por una forma distinta de contar las cosas.
El último hombre (Der letzte Mann, F. W. Murnau, 1924)
Uno de los mejores directores de la etapa muda (sino es que el mejor) fue Murnau, a quién se deben varias obras maestras. Rueda una singular película cuyos contrastes descansan en la magistral pericia de la cámara móvil y subjetiva de Karl Freund para contar una historia sencilla: la de un conserje de hotel degradado a ayudante de los baños que intenta robar su uniforme (motivo de orgullo propio y de sus vecinos) en busca de recuperar la dignidad, contando con el apoyo de la actuación de Emil Jannings, uno de los grandes actores de la época, como dicho conserje. Es la magistral indagación de la etapa silente en el cómo y por qué narrar una historia sin la ayuda de los molestos rótulos del cine mudo, pero es mucho más, pues, a pesar de su forzado final feliz, se trata de una de las mejores películas de la historia.
Menilmontant (Dimitri Kirsanoff, 1926)
Kirsanoff dirige a su bellísima esposa (Nadia Sibirskaïa) en una de las más hermosas cintas de todos los tiempos. Cuenta la historia de dos huérfanas protagonizadas por la mencionada Sibirskaïa y por Yolande Beaulieu que tienen que sobrevivir en el barrio parisino de Menilmontant. La película se abre con audaces cortes violentos capaces de contagiar al espectador la carga del asesinato y el horror. Lo que sigue adentra la cinta en terreno de la experimentación haciendo de Kirsanoff uno de los padres del “realismo poético” francés. La carencia absoluta de intertítulos explicativos y la arrobada fotografía hacen de esta película un ejercicio de cine puro. Ha sido musicalizada en varias ocasiones, con mayor o menor fortuna, la mejor versión se le debe al violinista neoclásico Paul Mercer en el 2005 que logra captar, reflejar y transmitir las atmósferas de pureza de esta gema de Kirsanoff.
Un chant d´amour (Jean Genet, 1950)
Este otro ejercicio de cine puro, de mano de uno de los escritores más tremendistas y honestos, nos invita a compartir el voyeurismo de un carcelero que espía a los presos a través de vías múltiples. Somos voyeurs de un voyeur y nos convertimos, a través de su mirada, en mirones asombrados. Dura, pornográfica, erótica, homoerótica, sádica, conmovedora, la única película de Genet no necesita de diálogos para contar lo que cuenta sabiéndolo narrar a través de un montaje que oscila entre lo burdo y lo genial. Jean Cocteau rechazó colaborar con Genet en esta película proscrita y única, por lo que Genet tuvo que valerse de un secreto grupo actoral convirtiendo este “canto de amor” en una obra maestra del cine homosexual, pero también de cualquier otro tipo. “En esta película habla una poderosa lengua visual”, diría posteriormente Cocteau y no podemos soslayar la más intensa escena erótica vista en pantalla: el paso del humo de un cigarrillo de una boca a otra por medio de una pajilla, atravesada por un agujero en la pared de una celda.
El espía (The Thief, Russell Rouse, 1952)
Esta interesante película infravalorada, casi olvidada, comienza con un teléfono sonando y un hombre que, recostado sobre una cama, lo ignora, pero en su cara se deja traslucir la angustia. Se trata de un recurso narrativo astuto en este “noir” de la Guerra Fría que prescinde de los diálogos para contar la vigilancia que pesa sobre un físico nuclear que puede ser un espía soviético. Hershel Burke Gilbert tuvo que componer una partitura dramática que sostuviera la armazón de la historia, lo que le llevó a la nominación al Óscar de aquel año por Mejor Banda Sonora.
El artista (The artist, Michel Hazanavicius, 2011)
Película francesa que narra las vicisitudes del actor de cine mudo George Valentin (Jean Dujardin) al enamorarse de la actriz Peppy Miller (Bérénice Bejo), emergente estrella del cine sonoro durante la transición de aquella forma de arte a la nueva. Ganó el Óscar por Mejor Película. Como homenaje al cine mudo es una película innecesaria hoy en día, pesada por momentos, pero nos permite saber de las necesidades artísticas y de las posibilidades del cine en la era digital —todo es posible de hacerse—, y eso debería bastar.
Blancanieves (Pablo Berger, 2012)
El cuento de hadas de los Grimm es situado en la España de los años veinte, con toreras, enanos toreros, una huérfana de madre (Macarena García) y su malvada madrastra (Maribel Verdú), su padre parapléjico (Daniel Giménez Cacho) y un gallo del que se prescinde de manera sádica. Película arriesgada, esta sí, rodada a la manera de una cinta silente, es kitsch, granguiñolesca, preciosista y pesada a la vez, fue filmada poco después del trabajo de Hazanavicius con lo que pareció una melodramática y sobrevalorada imitación de aquella, que, encima, tuvo que competir con otras dos versiones muy comerciales del mismo cuento (las de Rupert Sanders y Tarsem Singh), lo que hace que por momentos parezca más auténtica que la película francesa y por otros un despropósito absoluto.