Hoy los jóvenes van a ver y ser vistos pero se meten muy poco al mar, tal vez no saben nadar o se volvieron más playeros. Sin embargo, los niños siguen haciendo castillos de arena y enterrando al tío Sabás, aunque ahora lo hacen con cuidado, no vaya a ser que lo atraviese una cuatrimoto mientras reposa disfrazado de sirena. Los tiempos cambian, hoy las palapas ya no son de palma sino de lona y anuncian desde bronceadores hasta cementerios. Hoy los vendedores de lentes para sol y pareos son también casa de cambio y, además de vacilar en cinco idiomas, reciben tarjeta de crédito. El destino ya se desbordó a ambos lados de la bahía original, pero el sabor y los deseos inconfesables siguen cumpliéndose en el sitio que recuerdan en sus canciones Agustín Lara y Ringo Starr, Bob Dylan y Phil Collins.
Por eso hay que ir en vacaciones o de fin de semana; a un congreso o una escapada romántica; a que se asoleen Yadira y Sacnité, quienes cargan un color de copia fotostática en la burocrática rabadilla, justo al final del espinazo, donde ahora lucen un prometedor tatuaje con una lagartija colocado por un lanchero quien no dejó de tomarse ciertas “confiancitas” mientras trabajaba en tan específica parte; a disfrutar un atardecer o uno de esos matrimonios semiclandestinos; a celebrar cualquier suceso o a curar cualquier dolor, porque sólo Acapulco es capaz de remediar hasta lo irremediable y de volver sabroso hasta el carácter más agrio.
¿Tiene usted mucho dinero? Váyase a Acapulco. ¿No tiene nada? Váyase también, porque el sol, la playita, los castillos de arena, la siesta reparadora y el taco de ojo son muy democráticos y nos dan la bienvenida a todos.