Durante 8 años en Mexicanísimo hemos hablado de personajes memorables que engalanan nuestra historia, esa historia verdadera a la que le ponemos muy poca atención, tal vez suponiendo que los actos que cambian a este país no están en las escuelas, en las casas, en los laboratorios. En un país que parece vivir esperando el regreso de Quetzalcóatl o de Emiliano Zapata, o al menos del Subcomandante, nos negamos a reconocer los esfuerzos de todos los días de quienes están dando una nueva fisonomía, real, sólida, permanente al país. Son ellas y ellos los que siembran semillas de largo plazo, no vendavales de frases bonitas que se pierden en un sexenio.
Hace unos días en la Ciudad de México, una escuela cumplió 30 años de ser fundada por unas hermanas buscando respuestas diferentes para las mismas preguntas de siempre. Se llama Kuruwi, lugar de niños, y es un sitio excepcional del que, seguramente, seguirán saliendo generaciones de mexicanos que cambiarán (muchos ya lo están haciendo) nuestro paisaje, para bien. Vale la pena destacar estos logros con un mínimo homenaje personal.
El trabajo de esta escuela es impresionante porque hacer un modelo educativo en comunidad no es nada fácil, en un país donde se requiere permisos de la SEP hasta para pintar los salones de un tono diferente. Luchar contra un sistema que poco apoya a las nuevas tecnologías educativas suele desmotivar a un santo, pero muchas escuelas, y Kuruwi entre ellas, han logrado sembrar en el desierto y encontrar opciones inteligentes sin chocar con monstruos que suelen castrar a los dirigentes de esos proyectos.
Cada año, como un remanso de paz, me asomo a sus eventos porque, aunque no tengo hijos en sus salones, me reconcilia escuchar ideas infantiles, sueños, propuestas bellísimas, anécdotas sobre la visión infantil de la vida. Espero que Lupita, Paty y Gisela puedan publicar, próximamente, esas anécdotas que son pequeños trozos de Dios, para compartirlas con quienes hemos gozado leyendo esas historias. Durante un par de horas me asomo a la experiencia de educar en libertad, respetando las aportaciones de los niños y, sobre todo, rompiendo con el esquema de que educar es memorizar, aburrirse, cumplir con un horario y poco más. Para eso, estas hermanas han buscado en todo el mundo, adecuando teorías pedagógicas, asistiendo a los sitios más innovadores, aprendiendo de otros, equivocándose, acoplando lo aprendido a nuestro país, inventando, porque si algo debe ser vivo es la educación. Por aquí pasan las ideas de Freire, de Piaget, de Kolberg, de Maturana y, por supuesto, de las Gutiérrez, que no es poca cosa, porque son pedagogas eminentes, reconocidas y, sobre todo, muy mexicanas.
Y, como la educación debe ser un proceso compartido y comunitario, aquí los padres tienen una función fundamental, básica porque se trata de sus hijos y porque no debe existir un divorcio entre lo que se aprende en casa y lo que se aprende en la escuela. Aquí no hay lugar para que el padre pague y se esconda, pague y se lave las manos, aquí se entiende la corresponsabilidad y se aplica por lo que, eso lo he comprobado, Kuruwi también cambia a las mamás y a los papás en esta profesión para la que se enseña muy poco.
A 30 años de aquel pequeño espacio, hoy Kuruwi debería recibir más reconocimiento nacional, como ya lo ha tenido en otros países: es Premio Unesco 2001 y la primera en México reconocida como Escuela Transformadora por Ashoka, una importante organización internacional dedicada a difundir proyectos de alto valor. Pero, y me parece lo más importante, sus métodos deberían ser replicados con apoyo gubernamental en zonas desprotegidas, en colonias violentas, en poblados pequeños, porque los niños y su creatividad puede ser promovida sin distingos de situación económica, social o geográfica.
Me encanta Kuruwi. Si hubiera la oportunidad de empezar de nuevo, ya estaría formado, con mi bata, en la primera fila.