Los elementos que nos caracterizan como mexicanos remiten a distintas tradiciones. Sin duda, uno de los ecos que nos brinda identidad es la música. Tanto como versos, las canciones se hallan en la memoria colectiva. Se puede aludir a diferentes “poemas”, por ejemplo: “Quiero tenerte muy cerca/ mirarme en tus ojos/ verte junto a mí” e identificar que se trata de una melodía mexicana. Estos versos impregnados en nuestro haber se encuentran en las marimbas de Xochimilco o en las transmisiones de los viejos radios del mercado del centro de Tlalpan.
La primera vez que escuché a Macedonio Alcalá, representante de la música oaxaqueña, sin saberlo, fue en las trajineras del sur del Distrito Federal. Mi abuelo pidió a los músicos de aquella ocasión que tocaran el famoso vals de Oaxaca: Dios nunca muere. La segunda ocación fue en la ciudad natal del compositor, su himno viajaba en el viento de la bella Oaxaca resonando entre sitios como el mercado de artesanías o la iglesia de Santo Domingo.
La composición de Macedonio Alcalá data de 1868; la letra, posteriormente, interpretada por Pedro Infante, fue del autor Vicente Garrido. La melodía se halla a la altura de la “Canción mixteca” de José López Alavez. La primera, como menciona el título, alude a Dios y a la fe que tienen los hombres al morir: “Pero no importa saber/ que voy a tener el mismo final/ porque me queda el consuelo/ que Dios nunca morirá”. No resulta fortuito que la segunda esboce la nostalgia de la vida del lugar donde se nació. Tal pareciera que a pesar de la festividad que poseen las canciones mexicanas, frecuentemente encontraremos un rasgo de nostalgia, fe y recuerdo.
Los versos, adheridos a mí, de esta canción se volvieron parte fundamental de un recuerdo entrañable del hombre que me enseñó este himno oaxaqueño, el hombre que amorosamente me crío, mi abuelo. Quizá, exista en las canciones tradicionales mexicanas el recuerdo y la nostalgia porque detrás de cada una, hay una historia por ser contada.