Hace casi dos años, en mayo de 2013, conocí el Comedor del Migrante San José en Huehuetoca, Estado de México. La encomienda era sencilla: una revista para la que laboraba requería un reportaje sobre nuestros vecinos centroamericanos que día a día recorren la República Mexicana en busca de una mejor vida “del otro lado del charco”, como ellos mismos dicen.
En los límites de este municipio mexiquense, el día comienza a las 9 de la mañana, cuando el primer tren de la compañía Kansas City Southern parte hacia Estados Unidos. Su ruta recorre gran parte del territorio mexicano e incluye los estados de Hidalgo, Querétaro, Guanajuato, San Luis Potosí, Coahuila y Nuevo León.
Todos los días, Andrea González y Jorge Andrade –coordinadores del albergue– los proveen de alimentos, ropa, calzado y asistencia médica con el apoyo de activistas extranjeros e integrantes del colectivo Ustedes Somos Nosotros.
En el comedor San José, la mayoría de los migrantes son ciudadanos de Honduras, pero parecen más mexicanos por su manera de comportarse. Bailan, bromean, juegan futbol, cuentan chistes y unos hasta se alburean.
Cada mañana, el motivo para seguir defendiendo los derechos de estos simpáticos huéspedes se llama “visa humanitaria”, término que Andrea ocupa para referirse a “un boleto de entrada y salida que garantice la estancia de salvadoreños, guatemaltecos y nicaragüenses en territorio nacional”.
Cuando se aproxima “el Tren de la Muerte”, “el Caballo de Troya”, “el Diablo de Acero” –como también se le conoce a los convoyes de la compañía estadounidense– Andrea y Jorge preparan bolsas de comida, alistan pastas y cepillos dentales, una muda de ropa limpia y esbozan una sonrisa de nostalgia cuando los migrantes logran montar “la Bestia de Hierro”. Saben que el afecto es pasajero y tiene un destino distinto al suyo.
Esa tarde, pude ser testigo del poder que tienen los sueños cuando viajan sin mapa y a destiempo. Pocos de los que atraviesan el país logran llegar a este albergue, pues durante su periplo son presa de grupos criminales y de algunas corporaciones estatales, quienes los extorsionan y despojan de sus pertenencias o bien los denuncian ante las autoridades migratorias.
Pienso que si al menos pudiéramos acompañar a “nuestros hermanos” durante esta travesía, podríamos saber cuáles son sus verdaderas motivaciones. A lo mejor no escapan del golpe de Estado del 28 de junio de 2009 (en Honduras), ni de la mala racha económica, tampoco de los problemas sociales o de la violencia derivada de la crisis. A lo mejor son navegantes, salidos de un cuento de Pepe Gordon; “una aproximación a la naturaleza de las cosas”, como dice Carlos Fuentes en El robot sacramentado.
Lejos de ser visitantes incómodos, deberíamos escuchar sus historias. Hoy les compartí un fragmento de esta aventura a bordo de la bestia. Sí, viajé con ellos. Pude mirar esa línea delgada donde el sol se pierde, ese vehículo que transporta centroamericanos.
¿A dónde van los sueños?, me pregunté días después en la comodidad de mi hogar, lejos del ruido perturbador que provoca el rose de las ruedas con las vías del tren. Seguro ya llegaron del otro lado, pero eso si, convertidos –aunque sea una embarradita– en orgullosos mexicanos.