Hace algunos años dedicamos un número de Mexicanísimo a hablar de nuestros mares. Fue el número 45. De esa experiencia, además de reconocer la belleza de los litorales y el delicioso sabor de los platillos que desde las costas inundan nuestra cocina, pudimos reconocer que, pese a la enorme riqueza que tenemos, el nuestro no es un pueblo marino. Nos gusta estar en la orilla, pasear en la playa, asolearnos en las palapas, dorarnos la piel, pero eso de salir a alta mar, a enfrentar lo desconocido, las olas enormes, el mal tiempo, lo dejamos para otros temperamentos. Para el mexicano de todos los días, es una falsedad aquella canción de la Sonora Matancera “En el mar, la vida es más sabrosa”.
De aquel número que tenía el buque escuela Cuauhtémoc en la portada recuerdo un par de artículos en especial: el de los esfuerzos de la Secretaría de Marina en labores de búsqueda y rescate y el de los 33 barcos más famosos de nuestra historia, artículo que más tarde fue corregido por nuestros lectores quienes agregaron cuatro más. Tal vez no fuimos suficientemente capaces de encontrar más aventuras marinas y más historias de las cuales enorgullecernos, pero encontramos una alergia de nuestros compatriotas a alejarse más de 20 centímetros de la arena. Muchos de los asentamientos humanos en las costas son ciudades costeras, más que puertos.
Alguna vez tuve la oportunidad de trabajar seis meses en un barco y conocer algo sobre la historia de marinos, barcos, puertos, leyendas y goces marinos. Es otra vida. Más allá de las aventuras que imaginamos del galán que tiene un amor en cada puerto o los dramas causados por los piratas, el mar es un infinito azul que vemos con excesivo respeto y franca lejanía, cuando puede ser la solución a nuestros problemas por su riqueza, su capacidad para producir alimento, sus fuentes de ingresos turísticos y las posibilidades que las costas proporcionan para, en un futuro cercano, proveer de energía y agua a las comunidades una vez que las plantas desalinizadoras sean una realidad, como ya lo son en algunos países.
Nuestras políticas nacionales, semejantes a nuestra idiosincrasia, apenas se quedan en la orillita. Construimos muy pocos barcos, dejamos las aguas territoriales a empresarios extranjeros, no tomamos un serio compromiso para invertir, educar y defender a nuestras flotas que sobreviven de milagro y depredando el mar por falta de reglas y de capacitación. El mar está muy lejos para muchos de nosotros, excepto cuando subimos al parachute, cuando nos vemos muy valientes en la banana o cuando vemos el atardecer con una piña colada.
Entre los segmentos a considerar en un plan nacional de desarrollo, entre los patrimonios a proteger (estamos depredando los manglares sin consideración) y entre las opciones que tiene un país urgido de fuentes de trabajo, los miles de kilómetros de costas nos miran ofreciendo alternativas. Este país ya se llenó de administradores, de comunicólogos, de mercadólogos, de políticos y hasta de poetas. Nos urge que empiecen a aparecer, en los avisos de ocasión, letreros como “Se busca capitán de navío” o “Requerimos diez marineros”. El mar no sólo se hizo para ir a ligar los fines de semana.