Los primeros españoles que arribaron a Tenochtitlan se encontraron con circunstancias asombrosas que jamás habían imaginado. Una de ellas fue la cantidad de personas que habitaban en aquella urbe, la cual se erigía a la mitad de un enorme lago: entre 80 mil y 100 mil en cerca de 13 kilómetros cuadrados. Ninguna ciudad de España se le acercaba. Sólo cuatro ciudades europeas (París, Nápoles, Venecia y Milán) sobrepasaban los 100 mil habitantes.
Otra de sus grandes sorpresas fue saber en cuánto tiempo habían logrado levantarse de la nada para convertirse en amos y señores de todo su entorno. Se considera a Moctezuma I, quien murió en 1469, el verdadero fundador del poderío mexica. Si consideramos que los españoles llegaron en 1519, sabremos entonces que les llevó tan sólo 50 años levantar aquel imperio prodigioso. Poco más de medio siglo para dominar su entorno.
Si bien tanto su sistema social como el político y el militar se encontraban perfectamente estructurados, la verdadera clave de su poder era la religión. Para los mexicas, la religión y la superstición eran fundamentales. Su propia historia estaba basada en una serie de leyendas que les otorgaba identidad y orgullo. Creían, por ejemplo, que había sido su dios tutelar, Huitzilopochtli, quien los había liberado de la esclavitud y los había guiado durante una larga peregrinación de 150 años hasta su tierra prometida – aquel islote –, la cual habían reconocido gracias a una señal: un águila posada en un nopal que devoraba aves.
No es extraño, pues, que se sintieran orgullosos y confiados ante la vida. Después de todo, eran el pueblo elegido.
Sin embargo, del mismo modo en que una profecía los había llevado a la gloria, era posible que una señal les avisara que su irremediable fin estaba cerca. Y así fue. Pero lo que ocurrió no fue una sola señal, sino una serie de señales.
Durante los diez años anteriores a la llegada de los conquistadores ocurrieron ocho presagios extraordinarios, los cuales fueron interpretados por sabios y sacerdotes como que algo verdaderamente trágico estaba por ocurrir. Estos sucesos fueron contados a los cronistas Fray Bernardino de Sahagún y Diego Muñoz Camargo en diferentes tiempos y lugares y por diversos indígenas, por lo que se descarta que sean meras invenciones.
Pues bien, el primer presagio fue la aparición de una columna de fuego con forma de pirámide, tan alta que comenzaba en la tierra y se perdía en el cielo. Esta señal se formaba a mediodía o a medianoche y sólo se desvanecía al amanecer. El fenómeno duró un año.
El segundo presagio fue el repentino incendio del templo de Huitzilopochtli. Sin explicación alguna, comenzaron a brotar enormes lenguas de fuego que parecían alcanzar el firmamento.
El tercer presagio fue la caída de un rayo sobre el templo dedicado a Xiuhtecutli. Llovía ligeramente cuando de pronto, sin que hubiera antes algún relámpago, el templo quedó completamente destruido.
El cuarto presagio se produjo a mitad del día, bajo el rayo del sol. Comenzaron a avistarse una serie de cometas. Siempre iban tres juntos y recorrían el cielo de Occidente a Oriente. Despedían chispas y brasas y sus caudas eran tan largas que resultaban incalculables.
El quinto presagio fue una tempestad que azotó la ciudad sin que antes existiera el menor viento. El agua brotaba colmada de espuma mientras las olas se levantaban con fuerza. Media ciudad se inundó y se perdieron casas y vidas humanas.
El sexto presagio fue una voz de mujer que se escuchaba durante las noches. Entre sollozos y suspiros lastimeros iba repitiendo “¡Oh, hijos míos! ¡Nuestra pérdida es total y segura! ¿A dónde podré llevarlos y ocultarlos?”.
La séptima señal fue la captura de un ave singular. Era similar a una grulla y tenía el plumaje gris oscuro, pero lo más extraordinario es que presumía sobre la cabeza un espejo en forma de diadema que reflejaba el cielo y las estrellas de la constelación de Géminis. Fue llevada ante Moctezuma, quien, al asomarse al espejo por segunda vez, observó un enorme ejército que marchaba en pie de guerra. Al instante llamó a sus sabios para tratar de descifrar aquella imagen, pero antes de que pudieron verla, el ave desapareció para siempre.
El octavo y último presagio fue la repentina aparición de hombres deformes: dos hombres unidos en un solo cuerpo o un cuerpo con dos cabezas. Eran conducidos ante Moctezuma, pero apenas llegaban, desaparecían sin dejar rastro.
Los sabios y sacerdotes interpretaron estos ocho signos como el anuncio del final de su era. El mundo entero se perdería y nuevas razas serían creadas y llegarían nuevos habitantes a poblar la tierra.
Aunque se entristecieron profundamente, siguieron adheridos a la confianza. Sin embargo – lo sabían – su futuro era incierto. Algo muy grande sucedería muy pronto.
Finalmente lo entendieron cuando Hernán Cortés arribó a las costas del país en la primavera de aquel año de 1519.