Si Cuba tuvo su Ché Guevara, Estados Unidos su Malcolm X, Inglaterra su Robin Hood, México tenía que sobrepasarlos y se dio el lujo de tener, al mimso tiempo, dos héroes mítico-mágicos, una mezcla de bandidos y galanes de cine, ilógicos y valientes, temerarios y sentimentales, perfectamente imperfectos: Emiliano Zapata y Francisco Villa. Dejaré descansar por este momento al héroe morelense, mucho más serio, parco y terco, para centrarme en el hombre de Durango quien es, como pocos, un arquetipo nacional.
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Guillermo parecía un viejo, pero no lo era. Tenía apenas 19 años y, sin embargo, su cabello era blanco, completamente poblado por las canas. Algunas arrugas le deformaban el cuello, la frente y las mejillas. “Él no era así”, me aseguraron. “Se quedó así después de que lo asustaron”.