El diciembre del año anterior tuve la fortuna de ir por primera vez a Guadalajara. Como muchos saben, ahí hay una verdadera joya del arte mexicano. Me refiero al Hospicio Cabañas y a los murales de Orozco.
Entrar al Hospicio forma parte de una experiencia estética única, en primera instancia porque este edificio es del gran arquitecto Manuel Tolsá, el mismo que diseñó el Palacio de Minería en la Ciudad de México. Los patios del ahora Instituto Cultural Cabañas abren su temporalidad y realmente entramos en una atmósfera en la que el pasado nos cuenta su historia. En la Capilla Mayor duermen los murales que tanta expectativa tenía de ver; pocas veces me ha ocurrido que una obra me conmueva de tal forma.
La primera pintura que vi fue un caballo negro, donde el movimiento y las formas geométricas resaltan. El animal es sorprendente, en tamaño, en la fuerza con la que Orozco lo caracterizó. Al avanzar, la capilla resulta extraordinaria dado que es un lugar muy grande: alrededor de 1,340 metros cuadrados de murales distribuidos en 57 piezas ubicadas en bóvedas, crucero y nave lateral.
La capilla guarda la historia de México y, diría yo, de su evolución, pues retrata las civilizaciones originarias, la llegada de los españoles al nuevo mundo, la introducción de los metales, las artes. Sin duda en las paredes de este sitio se ve fuertemente reflejado el pensamiento revolucionario de Clemente Orozco y no solo por lo que plasmó, incluso también por su paleta de colores que manifiesta violencia. Esta sin duda es una característica del pintor, ya lo podemos presenciar si recordamos su obra Katharsis en Bellas Artes.
Aunque la historia mexicana, según Orozco, pareciera totalmente violenta existe una ambivalencia interesantísima, aquella que dejó en uno de sus murales y en el cual retrató al Obispo Cabañas, quien en el siglo XVIII ayudó y protegió a huérfanos, enfermos y ancianos. El mismo Orozco, lo hace ver como un hombre bueno, tierno, justo, aunque fuera español.
Todos los murales de esta capilla ameritarían una charla entre amigos, pero no podía dejar de contarte mi más grata experiencia: ver el Hombre en llamas, también conocido como el Prometeo mexicano. Justamente, esta obra es uno de los tres Patrimonios de la Humanidad por la Unesco en Jalisco, los otros dos son el tequila y el mariachi.
¿En qué radica su grandeza? Vayamos desde el inicio: la experiencia estética, es decir lo que sentimos cuando percibimos —escuchamos, vemos…— una obra. Para mí ver el Hombre en llamas es único, los rojos vivos del fuego que forman parte de la misma figura humana reflejan una fuerza inexplicable.
En segundo lugar, la técnica —y es que la experiencia del espectador va de la mano con la técnica del autor. Orozco aprovechó la forma de la cúpula, la cavidad permite que la obra se pueda ver desde cualquiera de los 360 grados de la circunferencia. Es decir, imaginemos que estamos debajo de la cúpula, si trazáramos un círculo caminado, veríamos al hombre en llamas caminando a nuestra par. Es una maravilla pictórica, técnica, estética y quizá hasta metafórica, porque nosotros caminamos igual que este mismo hombre.
¿Qué representa? A 27 metros sobre el suelo, El hombre en llamas, primeramente, alude a Prometeo, titán griego que les dio el fuego a los hombres, que les dio la oportunidad de salir de las tinieblas. Asimismo, puede representar tantas cosas como queramos, es fuego, es cambio, es transición, es caminar para renacer.
José Clemente Orozco nos dejó un lugar para contemplar, para ver hacia atrás y pienso que es una forma de no olvidar de dónde venimos y sobre todo para repensar hacia dónde es que nos dirigimos.
**Las fotos que ilustran este artículo son de mi autoría, aunque no le hacen justicia a la obra en vivo, disfrútalas.