Artículo que, con leves modificaciones, apareció en nuestra revista en 2009
A alguien le sobraron tres tapones de Mustang. Otro más colaboró con un par de tapas de carburador. Por acá y por allá surgieron bujías en desuso; molduras de Combi; piezas de clutch a punto de caer en depresión; seis amortiguadores que andaban en la vagancia; varios resortes enamorados que, como sucede con quienes sucumben a las pasiones, se la vivían dando vueltas en círculos; tornillos divorciados de sus tuercas; cuatro antenas que ya no captaban nada, y por arte de magia se acomodaron dándole sentido a la vida y volviéndose Rocinantes laminados, orugas amarillas, abrazos cromados, pirámides oxidadas, en una calle sin chiste que poco a poco se embelleció, se “ajuareó” para la supervivencia, una avenida que se dio el lujo de imaginarse museo. Y así surgieron esculturas con poleas, rostros de engranes que hablan de la esencia de la zona.
A inicios de este turbulento siglo XXI, la Buenos Aires, colonia de infausta memoria y dudosa honorabilidad asentada en la capital mexicana atrás de la zona de hospitales, fue asiento para un proyecto innovador y chiro, coordinado por la escultora Yvonne Domenge, buscando hacer arte con refacciones, un arte automotriz. Este “artomotriz” abrió la puerta a expresiones libres que dieron personalidad a bielas ancianas y a muelles artríticos, integrándolos en un rostro urbano que tomó por sorpresa los camellones, honrando de paso a tantos negocios que han hecho de la venta de refacciones su modo de vida.
Y de pronto los soldadores se hicieron poetas del acero y le encontraron rostro a flejes y radiadores; Rogaciano se puso guapo pintando de verde un mofle; Sóstenes cromó unos birlos para que parecieran dedos; José Natividad aprovechó el año que pasó “jurado” para anclar las piezas con varios metros de cemento —no le fueran a volar las piezas en un sitio donde “el más chimuelo masca tuercas”— y sacaron a la calle el kitch tan propio de las refaccionarias, poniendo su firma artística en las banquetas. Ya no eran frenos de disco ni tubos de escape, eran venas de un hombre de corazón acerado y de una nueva pirámide teotihuacana sujeta con arneses.
Un médico que se volvió mecánico
José María Vértiz fue un eminente oftalmólogo del siglo XIX, socio fundador de la Academia Nacional de Medicina y benefactor de muchos pobres a quienes trató en el Hospital de Jesús, el primer hospital de América —fundado por Cortés en 1524. Al cabo del tiempo su nombre fue repartido por varias cuadras de la zona conocida como Indianilla (famosa por sus caldos en la madrugada, a la salida del cabaret, que revivían a un muerto), y más tarde rebautizada Colonia de los Doctores, vía fundamental para llegar al centro de la ciudad. El eminente oftalmólogo se asoció así, sin que le preguntaran ni nada, a un barrio complejo, bravo, adorador de la Santa Muerte que, en la esquina de Doctor Vértiz y Doctor Liceaga, se asentó a defender una zona bronca a la que otros santitos no se atrevían a entrar. Ahí llegaron las piezas para reconstruir los Packard, los Studebaker, los Valiant, los Camaro, los Citroen, y aún hoy es posible descubrir piezas que son tesoros para coleccionistas. Las paredes se llenaron de letreros, de calendarios con chicas muy “deseables” y ropa tan escasa como la limpieza del taller, de puertas de vocho colgadas del segundo piso. Era —y sigue siendo— una colonia que huele a taller mecánico y sus aromas de anticongelante y líquido para frenos se quedaron a vivir hasta la fecha, entre macetas multicolores y “coyotes” que venden de todo, compran de todo, consiguen de todo para los vehículos chilangos.
Pero de pronto le llegó la voluntad para “ponerse guapa” y los fierros tirados se volvieron esculturas. Y Don Quijote se lanza contra distintos molinos de viento (tal vez inspectores, tal vez rateros de la zona, tal vez franeleros, tal vez nosotros); y un caballo blanco relincha para zafarse del tráfico moviendo su crin de acero; y una barda enrollada de resortes forma un peine contra el viento; y el orgullo se vuelve “de a devis” para los habitantes; y las quinceañeras pueden ir a tomarse fotos junto a una enorme bola de estambre automotivo; y los niños se acercan proponiendo piezas menores con trozos de lo que alguna vez fue un automóvil, rescatados de la venta “al kilo”.
Tal vez Rogaciano no lo note, ni Sóstenes, ni José Natividad, tal vez ni la misma Yvonne, pero gracias a sus ganas de romper la rutina, la refacción se hizo arte y habitó entre nosotros.