Una de las expresiones estéticas más completas y complejas, desde mi punto de vista, es la ópera, pues se fusionan en el escenario la dramaturgia y la música. Desde el inicio, la ópera unificó todas las artes en una.
En el siglo XVI, se buscó retomar los resquicios del teatro griego, así, en Italia la burguesía financió este nuevo género. En realidad, la ópera en aquella época era un punto de reunión social, donde principalmente los aristócratas charlaban de negocios y apuestas. Pocas veces ponían atención a la escena.
Los cambios de la ópera fueron significativos, sobre todo en el siglo XIX; parece gracioso, pero gracias a las lámparas de gas, el escenario ahora estaba oscuro, de tal forma el público comenzó a poner atención, a focalizar en el escenario. De esta época surge la idea de “solemnidad” que posee el ir a la ópera, pues había que guardar silencio, estar atento; la aristocracia, entonces, dejó de hablar de negocios y disfrutó las obras.
Otro de los grandes cambios fue la importancia de los directores de orquesta y los de escena, su diálogo permitió que realmente la obra teatral se fusionara tal como hoy la conocemos. Cabe mencionar que la orquesta, para ese entonces, ya no estaba en el escenario, sino en el foso.
Entre los nombres de las óperas que más gozo y te recomiendo ampliamente son: Carmen de Georges Bizet, La flauta mágica de Wolfgang Amadeus Mozart y El barbero de Sevilla de Gioachino Rossini. Aquí te dejo uno de los fragmentos más emblemáticos de la talentosísima Diana Damrau, interpretando a La reina de la noche. ¡Disfrútalo!