Por Eduardo Antonio Parra
La obra de Juan Rulfo ha alcanzado tal estatura que, por lo menos entre los hablantes del español, se puede calificar como ineludible: para quien desea conocer la esencia de un pueblo que arrastra desde hace quinientos años los estigmas de un choque cultural que aún ahora saca chispas; para analizar la idiosincrasia provinciana, no en sentido geográfico, sino desde el punto de vista de un conjunto de naciones que han permanecido por centurias en las márgenes del “banquete de la cultura”, como diría Alfonso Reyes. Ineludible, también, para quien desee rastrear los orígenes de la violencia que ejercen y sufren nuestros pueblos desde la Patagonia hasta el Bravo. Ineludible para quienes, desde la lectura o la escritura, nos acercamos a la narrativa en nuestro idioma.
Tanto El llano en llamas como Pedro Páramo, en sus respectivos géneros –cuento y novela–, representaron en su momento la síntesis de lo escrito antes de que aparecieran y trazaron las nuevas rutas a seguir por los escritores que vendrían. En este sentido también son ineludibles: al cancelar parte de la literatura anterior y sentar bases para una definición de la posterior, se yerguen como la brújula que incluso hoy marca el camino de muchos narradores.
A más de medio siglo de haber sido publicadas, su fuerza aumenta día a día debido a una continua revaloración de sus contenidos temáticos y logros técnicos y lingüísticos, pero también debido a la actitud de su autor, quien, al negarse a dar a la imprenta otro libro, desconcertó, intrigó y, más tarde, maravilló a lectores y colegas en un silencio literario que hoy podemos considerar como expresión de rigor autocrítico. Este silencio, este supuesto desdén por la fama y las recompensas pecuniarias que le hubiera acarreado una sola publicación más, han pasado a la historia también como ejemplo del escritor íntegro que no se arriesga a entregar a la imprenta un volumen de cuya calidad duda, para no defraudar a sus lectores, y ha contribuido a acentuar ese misterio que rodea la figura y la obra de Juan Rulfo, elevándolo a la categoría de mito.
Para la mayoría de sus lectores, el primer encuentro con cualquiera de los dos libros de Rulfo se lleva a cabo en la secundaria o, si acaso, en la preparatoria. Entonces el hechizo de esa prosa creadora de atmósferas opresivas e inquietantes, de tragedias arrancadas de la cotidianidad, de deslumbrantes pasiones y tristezas subterráneas, depende en gran medida de la selección del maestro y de su capacidad para conducir a los jóvenes a través de ellas. Rulfo es complicado, sobre todo para lectores sin experiencia. Pero en cuanto se asimila su sistema de pensamiento y su manejo peculiar del tiempo de la narración, la materia de sus escritos se torna comprensible e inagotable. Además, en esa dificultad de lectura reside tal vez una de sus mayores aportaciones: tras haber aprendido a disfrutar el lenguaje, los modos de expresión, los recursos técnicos, la dislocación estructural de una novela como Pedro Páramo, el lector se encuentra preparado para enfrentarse con cualquier libro, anterior o posterior, de la literatura universal.
Es después de la primera asimilación que la lectura nos entrega realmente sus recompensas –sus secretos–. Cuando uno acostumbra la vista a los recursos tipográficos, los espacios en blanco, los quiebres en la trama; y cuando el oído se habitúa a la respiración del lenguaje rulfiano, es que nos topamos de golpe con las tribulaciones del hombre de nuestros días, con sus ansiedades y sus esperanzas marchitas. Vemos entonces que el universo de Rulfo es semejante al nuestro. Descubrimos, reflejados en él, el individualismo que tantos conflictos provoca entre nosotros, la movilidad incesante de quienes emigran de su tierra natal para no sucumbir, la pobreza de la gente –que es terrible y la misma en los caseríos rurales o en los cinturones de miseria urbanos–, ese rostro triste de los campesinos mexicanos que no cambia desde que México es México. Y advertimos que sus dos obras, Pedro Páramo y El Llano en llamas, reflejan en sus estructuras múltiples, en sus ámbitos llenos de murmullos y del ruido del silencio, la vida caótica de la época contemporánea.
Porque la narrativa de Rulfo es rural solo en la temática, es decir, en la superficie, y sus personajes son hombres del siglo XX. Su habla, que muchos identifican con la del campo, es un lenguaje vivo, semejante al que se escucha en calles, mercados y plazas de nuestro país. Si algunos de sus términos parecen arcaicos, su ritmo y su tono resultan actuales, comprensibles. La causa de este fenómeno acaso se encuentre en que el autor abrevó en el lenguaje del pueblo para escribir, enriqueciéndolo con matices poéticos; pero también en que, como tanta gente ha leído su obra, una buena parte del habla popular de hoy fue penetrada por este lenguaje y se ha extendido a gran parte de la población.
Dejando a un lado los deberes escolares, es en la relectura que El Llano en llamas y Pedro Páramo crecen hasta adquirir su verdadera dimensión. Cuando se regresa a Rulfo por curiosidad o simple placer, los personajes muestran al desnudo toda su densidad humana; las historias, su imponente carga dramática; y el lenguaje se despliega poético en cada uno de sus sentidos. Pedro Páramo, entonces, más que El llano en llamas, se revela como pieza perfecta, obra maestra de las que aparecen solo de vez en cuando en el ámbito de cualquier literatura: relato que es mitología completa, símbolo, poesía, provocación, violencia, y también brevedad, seducción, intensidad. Es decir, una novela que también es un cuento, o mejor: la novela de un cuentista intachable.
Según ciertos críticos, si un narrador se inicia en el oficio por la vía del cuento y obtiene cierta destreza en él, al momento de cambiar de género debe cuidarse para que su obra no parezca “la novela de un cuentista” (esto querría decir que no ha podido desprenderse de los “lastres” del primer género antes de pasar al otro). Tal argumento es de quienes consideran a la novela el género mayor y piensan en el cuento solo como estación de tránsito.
Un análisis profundo de Pedro Páramo, que analice los fragmentos por separado, que sopese el valor de cada línea argumental, que observe la importancia que el autor otorga a arranques y remates, puede demostrar que Rulfo no se “cuidó” de dejar atrás los “lastres” del cuentista al escribir su única novela; los aprovechó para dotarla de uno de sus principales atributos: la intensidad. Página tras página, la historia del cacique y los fantasmas de Comala despliegan las mayores virtudes del narrador de historias cortas. Cada hebra de la trama está trazada con precisión, su lenguaje es violento y provocador, la atmósfera siempre inquietante se dibuja con rapidez y economía, su problemática asciende hacia un clímax único y, después, sobreviene el desenlace rotundo. Nada podía servirle al escritor más que la experiencia ganada en El llano en llamas para crear ese laberinto de círculos llamado Pedro Páramo. Por ella pudo fragmentar hasta el límite su fantasía de almas en pena, y dotar de un ambiente asfixiante su novela tan llena de consciencias cíclicas, de vidas y desplazamientos circulares, de acontecimientos que dan la impresión de repetirse una y otra vez, por medio de ese lenguaje que parece cerrarse sobre sí mismo en una espiral perfecta.
Nunca se conocerán las verdaderas intenciones de un narrador al iniciar la escritura de un relato. Ni la consciencia que este tuvo de sus carencias y de sus virtudes. Es muy probable que Juan Rulfo –gran lector de novela contemporánea– se haya planteado construir una síntesis de la cultura y de la mitología mexicanas, y al reflexionar sobre ellas haya descubierto que solo una estructura cerrada y en círculos podía contener la visión cíclica del mundo que nuestros ancestros nos legaron para que la continuáramos de revolución en revolución, de avance en avance y de retroceso en retroceso.
Hoy que la hibridación de géneros prevalece en la literatura, cuando la novela se funde y confunde con el ensayo y la narrativa muchas veces detiene el avance del argumento para reflexionar sobre sí misma, los libros de Rulfo nos muestran que la hibridación, para que devenga obra sólida, debe sintetizar géneros afines, pero sobre todo nunca detener la acción narrada: Pedro Páramo es resultado de una mezcla de las estrategias de cuento, novela y poesía, y en ella el movimiento nunca se estanca, siempre avanza. Incluso cuando describe, sus descripciones son dinámicas, sugieren desplazamientos, vibraciones internas. Sus diálogos encauzan una acción perpetua. Si hubiera que definir la narrativa rulfiana, habría que utilizar la palabra acción. Acción constante, llena de significados poéticos.
Ineludible, la obra de Rulfo sigue otorgando múltiples enseñanzas. El Llano en llamas y Pedro Páramo crecen a diario, creando influencias que van mucho más allá del ámbito rural como espacio narrativo, convirtiéndonos a lectores y escritores en sus descendientes. Por eso podemos decir, como sugiere uno de sus personajes, que “todos somos hijos de Pedro Páramo”.
Ilustración: Brunó Ferreira.
Foto: «Juan Rulfo» por 九间.