No es un secreto que si bien Pedro Infante fue una luminaria creada por el cine, su fama que trascendió generaciones se expandió gracias a la televisión.
Ningún otro actor de la época de oro lo pudo hacer, ni siquiera Jorge Negrete o Cantinflas, que fueron los grandes ídolos populares antes que él. Infante tenía una sencillez y alegría innata, era buen hijo, buen esposo y buen padre, al que, a nivel del pueblo, cualquiera quería parecerse. A la larga, este valor lo hizo ganar una indiscutible admiración.
Hay un par de películas dedicadas a su vida que cobraron popularidad después de su muerte: el documental Así era Pedro Infante (1963) dirigido por Ismael Rodríguez y La vida de Pedro Infante (1966) de Miguel Zacarías.
Como bien se sabe, junto a Rodríguez formó una dupla creativa que le permitió al acceder a la fama. Narrada por Arturo de Córdova, Así era Pedro Infante es un homenaje al actor desde el punto de vista de Rodríguez (quien también aprovecha para hacerse un homenaje a sí mismo, por cierto), con una selección de escenas de las distintas películas que hicieron juntos, imágenes de su sepelio multitudinario, así como la descripción de un proyecto truncado por la muerte de Infante: Museo de cera, donde el actor se supone que interpretaría a siete personajes diferentes, a partir de la fantasía de un jorobado.
Por su parte, La vida de Pedro Infante es un biopic en toda forma que incluye también varias secuencias de películas del actor, así como la dramatización de su vida, desde su infancia hasta su muerte, pasando por sus enredos amorosos. Su etapa como estrella es interpretada por su hermano, José Infante, quien a pesar de su gran parecido físico, dejó en claro que compartir el mismo ADN no es garantía de talento. Las dos películas son candorosas y cursis, pues muestran a Infante casi como un santo, pero dan buena cuenta de la percepción popular más extendida acerca del ídolo en aquella época.
Para aquellos que nacimos después de su muerte, en la década de los sesentas, tuvimos contacto con la leyenda de Pedro Infante a través de la pantalla chica. En los años setentas solo existían seis canales de televisión abierta y era rutinario que se programaran las películas mexicanas, donde ocupaban un lugar estelar las del ídolo sinaloense. En mi caso, acumulé muchas horas de cine nacional mediante las dobles funciones que transmitía el Canal 4 todas las tardes de la semana. Recuerdo haber visto películas como Cuando lloran los valientes (1945), Los tres García (1946), Los tres huastecos (1948), El seminarista (1949), La oveja negra (1949), A. T. M. (1951), El mil amores (1954), Los gavilanes (1954) o La tercera palabra (1955).
Los casos de Nosotros los pobres (1947) y Ustedes los ricos (1948) eran especiales, consideradas las perlas de su filmografía. Esas dos películas se programaban con menos frecuencia, en funciones exclusivas. Las vi de niño en unas transmisiones nocturnas que me impresionaron mucho. Debido a su truculencia, su contenido estaba clasificado para adolescentes y adultos, razón por la cual se prefería un horario menos accesible. Como bien se sabe, son películas que mezclan varios géneros: la comedia, el musical y el melodrama, con algunas escenas violentas y trágicas. En la escuela primaria se hablaba de ellas con curiosidad y morbo, pues se veían cosas como a un viejo mariguano (Miguel Inclán), a una prostituta lasciva (Katy Jurado) o a Ledo (Jorge Arriaga) al que Pepe El Toro (Pedro Infante) le clavaba una estaca en un ojo en una pelea en la Penitenciaría de Lecumberri que terminaba con la célebre proclamación exculpatoria: “¡Pepe El Toro es inocente!”, el grito que nos aliviaba como público después de acompañar al héroe a través de tantas desgracias.
Cada aniversario de su muerte los periódicos reportaban los tumultos que se hacían alrededor de su tumba en el Panteón Jardín, donde llegaban mariachis, motociclistas, cantantes, aspirantes a estrellas y el pueblo en general a rendirle pleitecía. También cada año aparecía un nuevo hijo que venía a reivindicar su lazo. Hasta la fecha todavía acude una multitud a recordarlo, pero desde 2007 no ha aparecido otro nuevo hijo (¡hay quien dice que tuvo 34!).
La construcción del mito de Pedro Infante fue un procesos de varios momentos, en el que se mezclaron sus películas, su celebridad y la imaginación de la gente. Por ejemplo, se hizo popular la leyenda de que Pedro Infante no había muerto y que en realidad vivía retirado en Yucatán. También recuerdo a un compañero de la primaria que decía que Pedro Infante era ni más ni menos que el Santo, el Enmascarado de Plata y para demostrarlo hizo una comparación entre la constitución física de ambos personajes que nos pareció convincente.
En el libro de Carlos Monsiváis dedicado a Pedro infante, Las leyes del querer (2008), el autor apunta: “¿Por qué tal persistencia de las películas de Infante en la televisión y en los mercados del DVD? ¿Por qué aún se dejan ver los imitadores que se ostentan como los genuinos pedros-infantes que no murieron en el avionazo? ¿Por qué hasta hora se reconocen sus cualidades de actor y su audacia al variar de personajes? Al responder se deberá tomar en cuenta una condición de la Época de Oro: los vínculos de Infante con la sensibilidad popular normada por la tecnología. Para sus espectadores, la Época de Oro no es cine, es realidad pura, anticipación y síntesis de la existencia, y la industria —productores, actores, directores, argumentistas, camarógrafos, escenógrafos, técnicos— considera suyo no el arte sino el espectáculo, que habla por las vidas que modifica. Si el pueblo cree cierto lo que contempla, no es por ingenuidad extrema sino por concebir la realidad no como un encadenamiento de hechos sino como aquello que acontece transfigurado por la modernidad”.
Coco (2017), la más reciente película de Disney-Pixar, podría inscribirse en esa lógica. Se observa el evidente homenaje a Pedro Infante, a través del personaje del cantante y actor Ernesto de la Cruz. El director del filme, Lee Unkrich, prefiere ser ambiguo y ha insistido que ese personaje es una mezcla de varias figuras, seguramente aconsejado para zanjar cualquier conflicto de regalías y derechos. Pero a pesar de la ambigüedad, basta ver un instante a Ernesto de la Cruz para saber a golpe de vista que se trata de la caricatura del ídolo de Guamúchil, cuyo segundo apellido precisamente era Cruz. No obstante, lo más llamativo no solo es su aspecto físico y su apellido, sino la manera en que el niño protagonista se relaciona con ese supuesto artista ranchero: a través de la televisión.