Cierta ocasión, un reportero le preguntó a María Félix si era lesbiana. Ella, siempre altiva, de respuesta fácil y pronta, replicó: “Si todos los hombres fueran tan feos como usted, pues sí sería lesbiana”.
María. María Bonita. La Doña. La perfecta y última diva del cine mexicano. Controversial, ególatra, encantadora. Catalogada en sus años de gloria como la mujer más bella del mundo. Amada por muchos, deseada por casi todos, igual admirada que temida. La encarnación de un mito que ella misma construyó. María nació gracias a su inteligencia, pero también gracias a su vanidad. Ella misma edificó su leyenda, alteró la verdad, se inventó a sí misma.
María de los Ángeles Félix Güereña nació el 8 de abril de 1914, en la ranchería El Quiriego, en Álamos, Sonora. Su edad fue por muchos años parte de sus innumerables secretos. Al escritor Paco Ignacio Taibo I, antes de comenzar las entrevistas que llevarían a la realización de la biografía titulada La Doña, lo obligó a jurar sobre una Biblia y dos velas que jamás revelaría su edad. Taibo mantuvo el juramento, pero, en su lugar, publicó en la primera página de la obra su acta de nacimiento, la cual obtuvo sin mayores complicaciones en el registro civil de aquella localidad.
Hija de Bernardo Félix, descendiente de indios yaqui, y de Josefina Güereña, de ascendencia española, María encarnó la belleza sublime de dos mundos que en ella lograron conjugarse. Tuvo 11 hermanos. Su estrecha relación con su hermano Pablo alertó a su madre, quien, temiendo un amor incestuoso, optó por separarlos. El joven fue enviado a un colegio militar, donde poco tiempo después se suicidó. Entonces corrió el rumor de que Pablo había terminado con su vida a causa del inmenso dolor que le causó la ausencia de su hermana amada.
Lo cierto es que la niñez de María fue inusual. Su carácter venía de nacimiento como una marca indeleble. Se aficionó a los juegos de hombres y logró ser una gran jinete. Los caballos siempre la emocionaron. En ellos veía la libertad y también la vida. Domarlos, sentarse sobre ellos y lograr que la obedecieran representaba una metáfora de su propia leyenda.
Su belleza estaba más allá de toda duda. Fue nombrada reina de la belleza estudiantil en Guadalajara, a donde la familia se había mudado. Su coronación logró que su fama se difundiera por todas partes. Los pretendientes no paraban de llegar, los suspiros se multiplicaban. Pero ella siempre conquistó, jamás se dejó conquistar. Es la mujer quien elige, afirmó en diversas ocasiones.
Su primer matrimonio fue con Enrique Álvarez, con quien concebiría a su único hijo, el también actor Enrique Álvarez Félix. A los dos los abandonaría años más tarde. Tiempo después, con la ayuda de Agustín Lara, secuestró a Enrique, solo para enviarlo a internados en el extranjero. Aquella madre amorosa y consentidora que su hijo recordaba se volvió de pronto una mujer exigente, dura, con aire implacable.
Su leyenda pública comenzó durante un viaje a la Ciudad de México, mientras contemplaba escaparates en el Centro Histórico, justo en la esquina de las calles Palma y Madero. Entonces, el director de cine Fernando Palacios la descubrió. Aquella mujer parecía una visión celestial: el rostro hermosísimo, coronado por dos ojos imposibles, que, más que observar las mercancías, se apoderaban de ellas sin tocarlas. No pudo resistirlo. Palacios se acercó a ella y le preguntó si le interesaba actuar en una película. Ella, aquella María de juventud desbordante, replicó: “¿Quién le dijo que yo quiero entrar en el cine? Si me da la gana, lo haré, pero cuando yo quiera, y será por la puerta grande”.
Estas palabras fueron proféticas. No conoció papeles menores ni audiciones. Su primera aparición en la pantalla grande de aquel cine de oro mexicano fue con letras doradas. Protagonizó El peñón de las ánimas, en 1942, al lado de Jorge Negrete.
El rodaje de la película no fue sencillo. Negrete ya era una estrella. Había pedido a su novia Gloria Marín como su pareja fílmica. En su lugar le endilgaban a una perfecta desconocida, que además de altanera era tartamuda. Jorge se desesperaba. Las tomas se arruinaban a causa de aquella debutante sin talento. Colérico, le dijo: “Señora, ¿con quién tiene uno que acostarse para estelarizar una película?”. Ella solo respondió: “Dígamelo usted; tiene más tiempo en esto que yo”.
Lo cierto es que después de aquella primera actuación el cine se rindió a sus pies. María jamás fue una actriz virtuosa; muchas de sus películas resultaron un verdadero fiasco. Pero en todas estaba ella. Bastaba con que la cámara tomara un acercamiento de sus ojos, a sus cejas levantadas, a su piel tersa y sin mácula, para que todo valiera la pena. De golpe, sin tener que esperar, María Félix se había convertido en una estrella.
La vida de María estuvo envuelta en un halo de misterio que ella misma se empeñó en construir. Durante sus últimos años de vida le dijo al periodista Ricardo Rocha: “A una actriz no se le investiga, se le inventa”. Fue justamente lo que hizo: inventarse y reinventarse tantas veces que la realidad y la verdad se perdieron entre las redes de su mito.
Hay una certeza fuera de toda duda, sin embargo: María nunca interpretó a mujeres sumisas. Siempre se interpretó a sí misma. Sus papeles tenían su alma y ella misma adoptaba para su vida personal los rasgos que le atraían de cada personaje. Los personajes eran María; María misma fue un personaje de sí misma. Por eso jamás se interesó por incursionar en Hollywood. “No nací para cargar canastos (…) me ofrecen papeles de india y las indias las hago en mi país; en el extranjero solo encarno a reinas”, afirmó.
Al año siguiente de incursionar en el cine, filmó una película que la marcaría por el resto de su vida, Doña Bárbara; adaptación fílmica de la novela del venezolano Rómulo Gallegos. Desde entonces, sería conocida como La Doña. Eran tantas las similitudes que guardaba con este personaje que el mismo Gallegos, al verla en un restaurante, exclamó: “¡Es ella! ¡Es mi Doña Bárbara!”. Tiempo después, el propio escritor le obsequiaría una edición de su libro, en donde le resaltó una frase: “Agua clara del remanso donde los cielos se miran”. Al margen, de su puño y letra, el escritor añadió: “Ésta, María, eres tú”.
El 8 de abril de 2002, exactamente en su cumpleaños, su cuerpo sin vida fue descubierto. Murió mientras dormía. Semanas antes, durante un concierto, el cantante Luis Miguel se había inclinado para besar su boca; la boca de aquella María Bonita de belleza eterna. Recibió homenaje en el Palacio de Bellas Artes, pero su féretro permaneció cerrado, para perpetuar el misterio que labró gracias a 47 películas y una vida casi mitológica.
La Doña, Doña María, María Félix, la mujer que sedujo al mundo e inventó su propia historia. La única, la última diva, la de la mirada salvaje y cruel, sugerente y penetrante. María, siempre fiel a sí misma, siempre altanera, siempre ególatra. La que se mantiene viva simplemente porque así lo decidió: “Yo no me creo la Divina Garza… ¡Yo soy la Divina Garza!».
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