Hace muchos años, amor que no pasaba por el altar era pecaminoso, sucio, o por lo menos sospechoso. Para que Ponciano llegara a dónde quería llegar con Jacinta, no bastaba el mariachi, tenía que obtener el permiso (o el arreglo) de los padres, recorrer la pasarela del Templo de San Juditas, decir esa palabra impronunciable (entonces y ahora): fidelidad, y escuchar la sentencia: “hasta que la muerte los separe”. Ya con “papelito habla”, iba con Jacinta a donde antes ya habían ido, pero persignados. De eso, hace mil ayeres.
Hoy, México le ha puesto más sabor al caldo, a veces para bien, a veces para mal y a veces para quién sabe. En esta patria de ánimo tequilero y huipil escotado, lo antes prohibido se ha vuelto obsoleto. Para las viejitas a la salida de la iglesia, “ya se acabó la decencia”; para muchos liberales “ya se acabaron los tabúes”; y para muchos jóvenes sobreerotizados “ya se inició la fiesta”.
Para ejemplo, hablaré de la capital, aunque el fervor placentero se vive a plenitud desde Tampico hasta Guamúchil, con tambora zacatecana o trío jarocho, después de unos esquites o unas corundas, pero eso sí, con el ánimo desbordado. Hace unas décadas, no demasiadas, el proceso carnal iba de la mano del sentimental, el romántico y el legal. Eso requería varios meses de flores del mercado de Jamaica; cartitas en papel amate de Coyoacán; frases ridículas de “Amor es…” con unos monos patéticos que vendían en la papelería de Doña Cástula; contubernios; rozones de rodilla en la matiné; paseos “en bola” a Xochimilco; llantos; regalos que eran monumento al kitsch; un primer besito de boca cerrada; la manita sudada sin cruzar los dedos –eso vendría después–; un beso más profundo; irse de pinta a comprar paletas (para enfriarse un poco); atreverse a hablar con el papá y otras piedras en el camino que, hay que aceptarlo, algunos se brincaban con entusiasmo en el sofá de casa de la tía Águeda, que siempre fue muy celestina, porque el exceso de temperatura existía desde los tiempos de mi bisabuela y, si no me creen, ¿por qué había familias de catorce chamacos “más los que no se lograron”? ¿Por qué en los sepelios aparecían cuatro esposas y dos amigas muy compungidas? ¿Por qué, en todas las casas, había cosas “de las que no se habla”?
Ahora, sin importar que sea 14 de febrero o 1º de mayo, una foto de Adelaido con Photoshop, dos mensajes en Twitter, uno en WhatsApp y el amor con Berenice queda en su punto de cocción, listo para cualquier desaire; la celeridad adecuada a la calentura. Un mezcalito y se animan a desfiguros hasta en el Lago de Chapultepec, poco importa la aparición de cámaras de seguridad en rincones en penumbra, porque existe el alcoholímetro, pero no el “motelímetro”. Lo demás puede venir después, o no venir, pues los compromisos duran hasta que duran.
Antes, si no era matrimonio, era amasiato. Ahora hay amigos con derechos, vecinos con privilegios, compañeros cariñosos, parejas de hecho, amigos íntimos a prueba, acostones de tristeza, fiestas para celebrar un divorcio, colectividades liberales y mil opciones más para justificar los acercamientos piel con piel. Al parecer, la monogamia ya no es lo de hoy. Y, para esos desfiguros, los espacios “en lo oscurito” ya casi no existen. Antes, la visita al motel, u hotel de paso como también se le conoce (aunque en realidad todos son de paso, nadie se queda a vivir en ellos), era una epopeya: un local escandalosamente oscuro y sucio, escondido tras una bodega que lo hacía más clandestino, más intrigante y, tal vez, más apetitoso. El encuentro erótico se volvía algo salvaje, aventurero y confidencial. Los sitios del sabroso pecar no tenían ni nombre y proliferaban los moteles “Garage” cuyo letrero marchito cubría el tinaco del tercer piso. Alimentando el valor, las parejas daban tres vueltas a la manzana antes de animarse a dar el paso de la gozosa muerte.
Hoy, esos moteles parecen tablero de microbús o frente de rockola, tienen más foquitos que iluminación navideña, con letreros enormes como si se tratara de helados en el desierto. Muchos moteles se “agringaron” desapareciendo el Hotel San Justo para que surgiera el Sweet Dreams Love Resort, con lo que hasta para pecar es necesario saber inglés, no nos vayamos a confundir y entremos a una refaccionaria de motos. La modernización vino de la mano de la permisividad, poco falta para que el Hot Heart & Spa aplauda cada vez que entra un auto o publique la foto en Facebook festejando al centésimo cliente.
No han desaparecido los tugurios llenos de cochambre, con marquesinas chimuelas de letras que volvían la salida a Pachuca un mirador de infieles, pero son desplazados por establecimientos brillantes pintados como juego de Disneylandia, renovados para animar a festivos con letreros titilantes anunciando columpios, jacuzzi, equipo de gimnasio sexual, doce bocinas, cinco pantallas “full HD” y hasta han reemplazado los antiguos espejos con cristales en el techo, de pared a pared, para ponerse romántico observando las estrellas y siendo visto por el vecino del edificio de junto. El amor se volvió performance y el encuentro carnal una sucursal del Super Bowl donde, si lo deseas (y si no, también), te obsequian tu video como si se tratara de una boda o una primera comunión.
Confiésense, pecadores
Los tiempos cambian. El catecismo ya no atemoriza y hoy existe un motel llamado El sexto mandamiento, ubicado frente a la cantina La mujer del prójimo sabe mejor. Poco importa ser descubierto entrando o saliendo de esos “sitios del infierno”, lo complicado es que, con tantas luces estroboscópicas en el techo, tanta euforia musical, tanta tecnología en camas redondas dando vueltas y pantalla como de cine y reflectores anunciando “ha llegado otro cliente, aleluya”, alguno de los invitados al asunto amoroso se inhiba a la mera hora, le gane la risa o le cambie de canal para ver la novela con sonido súper plus, o que tanta luz deje al descubierto más lonjas de las que le imaginamos a Yadira, o que Josafat se fracture un brazo al saltar desde la resbaladilla, o que tantas distracciones hagan disfuncional el amor de Sinfronio.
Pero si aún así se aman y se animan, o se animan sin amarse, solo busquen las luces lilas con verde o reserven por internet, el equipamiento de las habitaciones puede evaluarse en cientos de páginas electrónicas; ya no hay que preguntar en voz baja al amigo o amiga más fiesteros; hoy puedes seleccionar hasta el grosor de las almohadas, pedir disfraz de los Picapiedra para el evento y programar la música para enfrentar el proceso en caótica estridencia. Y se valen selfies, pero cuiden dónde dejan después el celular.
Aún así, sugiero que no paguen con tarjeta de crédito, hay que conservar un poco la clandestinidad. Un poco.
Fotos:
- «motel, Carrizozo 03.13.09 [72]» por timlewisnm, CC BY-SA 2.0.
- «20150726_173033» por Rafael Peter Reimann, CC BY-SA 2.0.
- «I’m afraid mother isn’t quite herself today» por Delaney Turner, CC BY 2.0.