“—No importa lo que te digan, siempre estamos solas”, le dice Sofía a Cleo tras regresar de una evidente noche de copas, de desahogo y de mentadas de madre a un esposo y a un padre ausente.
Aquella frase bien resume uno de los muchos temas que toca la ahora ganadora del Óscar a la Mejor Película Extranjera, Roma. Una frase con la que más de una mujer mexicana (por situarnos en el país de origen, pero que alcanza verdades universales) se habrá sentido identificada. Basta indagar en las entrañas de nuestras historias familiares para encontrarnos con una Sofía, una Cleo o una abuela como la del filme. ¿Qué hay atrás de esa verdad que a veces parece absoluta e inmutable?
Aunque los grandes temas que pone sobre la mesa Alfonso Cuarón, y de los que mucho ya se ha hablado, son el clasicismo y el racismo de la sociedad mexicana, considero que el mensaje que subyace en aquella sentencia de Sofía es que históricamente las mujeres, sin importar clase social o raza, han tenido que luchar con otro mal igualmente dañino: el machismo y sus sinfín de manifestaciones y mutaciones.
En Roma, Cleo no es la única protagonista, son las mujeres que desde sus propias realidades de clase y condición luchan con los mismos demonios. Por un lado está la señora Sofía, una mujer de la boyante clase media mexicana de los setenta; profesionista que se dedica al cuidado de sus hijos y esposo (no obstante cuenta con dos empleadas domésticas que se encargan de la casa y de los hijos); y esposa que lucha a toda costa por mantener las delicadas pinzas que sostienen su matrimonio.
Es común escuchar lo fuertes que somos las mujeres; sin embargo, no es que seamos naturalmente fuertes es que nos hemos hecho así. La capacidad de resiliencia no se crea, se construye, se aprende y muchas veces se hace a base de fracasos y dolores. Las mujeres de Roma, que son la muestra de miles de mujeres, no nacieron fuertes, se hicieron, así vemos a una señora Sofía que aprende a aceptar el fracaso de su matrimonio, su realidad de madre soltera, a enfrentarla y a enunciarla con sus hijos. Aprende a decir “no pasa nada, vamos a salir adelante porque estamos juntos, porque somos una familia”.
Cleo, por su parte, se enfrenta a uno de los duelos más atroces que alguien puede vivir, al grado que no existe una palabra en español para nombrarlo: la muerte de un hijo. Vive ese dolor en soledad, en silencio porque “no importa lo que te digan, siempre estamos solas”; se enfrenta a la muerte de su propio hijo salvando la vida de hijos ajenos, lejos, muy lejos, de su verdadera familia, de su verdadera casa. Inevitable que Cleo no se volviera un roble inquebrantable, dureza que se encarna en los poquísimos gestos de su rostro y su boca. En su mirada triste y perdida.
Por otro lado nos encontramos con la abuela, que aunque tiene un papel menor dentro de la narrativa del filme, refleja otra realidad innegable en nuestro país: las condiciones en las que viven los ancianos. En este caso, la abuela vive en una casa ajena, sí, en la de su hija, pero ajena al fin y al cabo. Su función es a veces de niñera de sus nietos, en otras de apoyo a su hija en proceso de divorcio, y muchas más de un personaje pasivo que tan solo es un elemento más de la casa, cuya participación se remite a “estar ahí”, también en soledad.
Y qué decir de Adela, la otra empleada doméstica y compañera de Cleo. Su papel también es secundario como personaje, pero encarna, a mi parecer, de forma maravillosa conceptos como la amistad y la complicidad entre mujeres. Adela es en todo momento el sostén de Cleo, en momentos tan insignificantes, pero importantes, como quedarse en la casa para que ella se vaya de vacaciones a Tuxpan con la familia, hacer las labores más pesadas del hogar mientras su amiga está embarazada, hasta abrazarla y escuchar las pocas, pero precisas palabras de Cleo tras la pérdida de su bebé.
Es así como Cuarón también desmonta uno de los grandes estereotipos —construidos desde el heteropatriarcado—: la rivalidad entre mujeres. Cada una, repito, desde su condición de clase y realidad crean una red de apoyo indestructible que se deja ver en escenas tan sutiles como Cleo y Adela riendo en la cocina y hablando de sus parejas, haciendo ejercicio poco antes de dormir; la abuela y Sofía confesándose en la sala de la casa; la abuela acompañando a Cleo a comprar una cuna y después en la angustia de llevarla al hospital en medio del caos generado por el Halconazo; Sofía diciéndole a sus hijos que su padre los abandonó y, sin embargo, saldrán adelante: “¿verdad que sí, Cleo?”, “Sí, señora”. Y, finalmente, en la escena que resume la fuerza de esta película y sus grandes temas, la familia abrazando a Cleo tras rescatar a los niños del mar.
Entonces, ante aquella aparente verdad absoluta, resulta que no, que no necesariamente estamos solas, pues la ausencia de una figura masculina no debe ser ni es sinónimo de soledad, de fracaso, de dolor como hemos creído por tanto tiempo, sino una realidad (así sin adjetivos) que históricamente hemos aprendido a confrontar junto con otras mujeres, y que afortunadamente poco a poco ha ido cambiando. Esperemos que llegue el día que, así como ha cambiado la Ciudad de México que retrata Cuarón en Roma, digamos: “¿se acuerdan cuando en México los hombres eran padres y esposos ausentes?”.
Fotos: AMACC.