La Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos cumplirá, el 5 de febrero, 102 años de haber sido promulgada. Se trata de un hito al que aún ahora –y con mayor razón durante los gobiernos del PRI– se le rinde pleitesía. Durante prácticamente todo el siglo XX se enseñó en las escuelas que la Constitución era prácticamente un ente sagrado, laico, pero sagrado a fin de cuentas, que se encontraba más o menos a la par que los Símbolos Patrios. Algunas de las grandes incongruencias, sin embargo, es que gran parte de los mexicanos la desconocen y que nuestra actual Carta Magna es en realidad muy diferente a la aprobada en 1917.
El movimiento armado que comenzó en 1910 tuvo varias consecuencias concretas y visibles. Dos de ellas fueron la renuncia del presidente Díaz luego de permanecer 30 años en el poder y la promulgación de la Constitución. De este modo, la propia Carta debió ser el gran momento culminante de la vieja Revolución: la refundación del país como una nación de instituciones y la inauguración de un marco legal que regulara la relación del gobierno federal con los estados, los poderes, los niveles de gobierno y los ciudadanos. Pero no lo fue.
Lo cierto es que la intención del Congreso Constituyente no era crear una nueva Constitución, sino simplemente reformar la ya existente, la de 1857, tan liberal que se volvió conflictiva y causa de severas divisiones entre los propios mexicanos.
Si ya antes, y a causa de la muy controvertida sombra de Antonio López de Santa Anna, el país comenzaba a polarizarse entre liberales y conservadores, la Constitución del 57 terminó por separar en bandos muy radicales a los mismos mexicanos. De estar en un país donde la tradición, la Iglesia, los fueros y la usanza europea eran la norma, la nueva Constitución, de corte liberal y anticlerical, escandalizó al propio presidente Comonfort y a casi todo su gabinete y colaboradores. Juan José Baz, gobernador del Distrito Federal, llegó a decir “La Constitución es un estorbo”.
No se podía gobernar con ella. La mayor parte de la gente la detestaba precisamente por sus pretensiones en contra de la Iglesia, más que en contra de la religión. La Iglesia, por su parte, amenazó con la excomunión a quienes la juraran. Los soldados que murieran defendiéndola no podrían recibir los últimos auxilios espirituales. Esta Carta, aunada a las aún más radicales Leyes de Reforma, derivó en una guerra entre liberales muy rojos y conservadores muy puros. Pero no solo esto, sino que la división produjo la intervención de Estados Unidos (en apoyo de los liberales) y de Europa (Francia específicamente), que ayudó a los conservadores e impuso a Maximiliano como emperador.
Los sucesos de las siguientes décadas fueron consecuencia, en buena medida, de la propia Constitución, pero más que nada, de su muy libre interpretación y de las subsecuentes reformas que sufrió: desde la existencia de dos o más presidentes al mismo tiempo, la prolongada gestión de Juárez que solo la muerte logró cortar, la rebelión de Porfirio Díaz y su consecuente permanencia en el poder. Sobre todo esto último: después de realizar las modificaciones pertinentes, el general Díaz logró que la Constitución consagrara la reelección, primero, de forma no consecutiva (por ello, luego de su primera administración tuvo que dejarle el lugar a Manuel González), pero después la reelección se estableció indefinida, la cual solo el levantamiento armado fue capaz de detener.
Modificar la Constitución era un tema necesario; simbólico y real al mismo tiempo. No podía construirse una nación moderna sobre las leyes que habían permitido la existencia de dos dictadores, además, el país que vislumbraba el siglo XX era muy distinto al del viejo terruño herido por la división, las últimas secuelas de la Independencia y la muy abierta cicatriz por la pérdida de más de la mitad de nuestro territorio a manos de los Estados Unidos.
Un punto adicional: el Plan de La Noria, elaborado por Porfirio Díaz en contra de la prolongada Presidencia de Juárez, se había firmado bajo la consigna de “Constitución del 57 y libertad electoral”.
Uno de los descontentos más visibles y memorables en contra de la Carta fue el de los hermanos Flores Magón, quienes, en 1906, y desde el periódico El Hijo del Ahuizote, montaron una protesta cuya consigna fue “La Constitución ha muerto”.
Fue Ricardo Flores Magón quien diría: “Francisco I. Madero es un millonario que ha visto aumentar su fabulosa fortuna con el sudor y las lágrimas de los peones de sus haciendas. Ese partido (el Maderista) lucha por hacer efectivo el derecho de votar y de fundar, en suma, una república burguesa como la de los Estados Unidos”.
Palabras duras que alentaron a Zapata, Pascual Orozco y tantos más a desconocer a Madero, a quien se le había llamado “El Apóstol de la Democracia”, pues su pensamiento y su acción lograron la caída de Díaz.
La revuelta social y militar que se recrudeció apoyó las acciones del general Victoriano Huerta, quien por medio de Manuel Mondragón, uno de los hombres más perversos de nuestra historia, y ayudado por el embajador estadounidense Henry Lane Wilson, apresó a Madero y lo asesinó junto con su vicepresidente José María Pino Suárez (Gustavo A. Madero, hermano del presidente, mientras tanto, fue cruelmente torturado hasta la muerte).
Al llegar a la Presidencia, Huerta fue desconocido por Venustiano Carranza, gobernador de Coahuila, quien, apoyado por los Estados Unidos, forjaría un ejército que lo combatiría. Tras la renuncia y de Huerta, y ya como encargado del poder Ejecutivo, Carranza convocó la formación de un Congreso Constituyente que reformaría la Constitución del 57 al agregarle las demandas y victorias de la revolución.
Una de las novedades consagradas, de la que nuestra Carta fue pionera a nivel mundial, fue el establecimiento de los derechos sociales como inherentes a todos los ciudadanos por el hecho de serlo. Es decir, los llamados derechos humanos de segunda generación: los relativos a la economía, la cultura y el ámbito social, tales como la educación, la libertad de expresión y prensa, la libertad de tránsito y culto, entre otras.
Desde luego, se decretó la no reelección y se suprimió la vicepresidencia. Aunque se basó en la antigua Carta, y algunos ordenamientos permanecieron prácticamente intactos, la Constitución, más que reformada, fue creada. El tinte anticlerical permaneció, el cual, no mucho tiempo después, derivó en el conflicto Cristero.
En agradecimiento a su labor, Venustiano Carranza fue desconocido por Pancho Villa, quien a su vez fue desconocido por Álvaro Obregón, a quien secundaba Plutarco Elías Calles. Carranza, en público conflicto con Villa, Obregón, Calles, De la Huerta y Pablo González, se vio en la necesidad de trasladar la sede de su gobierno a Veracruz. El ferrocarril se detuvo en la sierra de Puebla, así que el presidente no tuvo más remedio que pasar la noche en una choza. Uno de sus hombres de confianza, el general Rodolfo Herrero, lo condujo hasta allí y le dijo: “Este será, por ahora, su Palacio Nacional”.
Minutos después, cuando Carranza se quedó solo, comenzó la lluvia de balas. Herrero y sus hombres lo acribillaron sin piedad desde afuera.
Entonces, Obregón se consolidó como el hombre fuerte de la Revolución. Se convirtió en presidente en 1920. Al término de su gestión, subió a la silla uno de sus brazos fuertes, Plutarco Elías Calles, que gobernó a México entre 1924 y 1928. Obregón pretendió regresar a la Presidencia, pero como la Constitución lo impedía, se valió de otro de sus operadores, el diputado Gonzalo N. Santos, quien luego se consolidaría como una de las figuras más negras de nuestra historia, además de cacique implacable de San Luis Potosí, y que en aquella ocasión exclamaría, momentos antes de realizar la reforma constitucional que le permitiría a Obregón regresar a la Presidencia: “Vamos a darle tormento a la Constitución”.
El general Obregón resultó victorioso en las nuevas elecciones, pero al momento de su festejo, el caricaturista católico José de León Toral lo asesinó. Esto ocasionó tres cosas: que la reelección no se hiciera efectiva, que se recrudeciera la persecución en contra de la Iglesia, y que, ante los ojos del pueblo, Calles se volviera el autor intelectual del magnicidio. Pero también, este hecho se convirtió en la punta de lanza de un suceso que marcó el resto del siglo 20: Calles, desde entonces, fue simplemente “El Jefe Máximo” que movió al país a su antojo, impuso presidentes y fundó el abuelo del actual Partido Revolucionario Institucional. Algo hay que reconocerle al sistema: ningún otro presidente intentó reelegirse, al menos de manera evidente.
El poder de Calles fue cortado de tajo por el presidente Cárdenas, pero el partido de la revolución institucionalizada no solo quedó al mando de la nación, sino que se apoderó de ella.
Este partido, durante sus 72 años en el poder, le realizó cerca de 200 modificaciones a la Constitución que ahora celebramos y que, por tanto, no es la misma que fue promulgada el 5 de febrero de 1917.
Fotos:
- «Venustiano Carranza» por Eduardo Francisco Vazquez Murillo, CC BY-SA 2.0.
- «Carranza» por Eduardo Francisco Vazquez Murillo, CC BY-SA 2.0.