Por Hilda Trujillo Soto
“Pies pa’ qué los quiero si tengo alas para volar”.
Cuando uno profundiza en el conocimiento de la obra de Frida Kahlo y tiene el privilegio de conocer su hogar, se descubre la intensa relación que existe entre Frida, su obra y su casa. Su universo creativo se encuentra en la Casa Azul, sitio en el que nació y murió. Aunque al casarse con Diego Rivera vivió en distintos lugares en la Ciudad de México y en el extranjero, Frida siempre regresó a su casona de Coyoacán.
Ubicada en la calle de Londres 247, en uno de los barrios más bellos y antiguos de la Ciudad de México, la Casa Azul fue convertida en museo en 1958, cuatro años después de la muerte de la pintora. Hoy es uno de los museos más concurridos en la capital mexicana: mensualmente recibe cerca de 25 mil visitantes.
La llamada Casa Azul Museo Frida Kahlo es el lugar donde los objetos personales revelan el universo íntimo de la artista latinoamericana más reconocida a nivel mundial. En esta casona se encuentran algunas obras importantes de la artista: Viva la Vida (1954), Frida y la cesárea (1931), Retrato de mi padre Wilhem Kahlo (1952), entre otras.
En la recámara que Frida usaba de día permanece su cama con el espejo en el techo, que su madre lo mandó colocar después del accidente que Frida sufriera en el autobús, al regresar de la Escuela Nacional Preparatoria. Durante la larga convalecencia que la mantuvo inmóvil por nueve meses y gracias al espejo donde se reflejaba, Frida pudo retratarse.
En la cabecera de su cama permanecen los retratos de Lenin, Stalin y Mao Tse Tung; en el estudio se encuentra el caballete que le regalara Nelson Rockefeller, sus pinceles y sus libros; y en su recámara de noche se guardan la colección de mariposas, obsequio del escultor japonés Isamu Noguchi, además del retrato que le hiciera a Frida su amigo y amante, el fotógrafo Nickolas Murray.
Cada objeto de la Casa Azul dice algo de la pintora: las muletas, los corsés y las medicinas son testimonios del sufrimiento de las múltiples operaciones a las que fue sometida. Los exvotos, juguetes, vestidos y joyas hablan de una Frida coleccionista.
La casa misma habla de la vida cotidiana de la artista. Por ejemplo, la cocina –que es típica de las construcciones antiguas mexicanas, con sus ollas de barro colgadas a las paredes, y las cazuelas sobre el fogón– son testimonio de la variedad de guisos que se preparaban en la Casa Azul. Tanto Diego como Frida gustaban de agasajar a sus comensales con platillos de la cocina mexicana, prehispánica, colonial y popular.
En su comedor convivieron grandes personalidades de la cultura y destacados artistas de la época: André Breton, Tina Modotti, Edward Weston, León Trotsky, Juan O´Gorman, Carlos Pellicer, José Clemente Orozco, Isamu Noguchi, Nickolas Muray, Sergei Eisenstein, el Dr. Atl, Carmen Mondragón, Arcady Boytler, Rosa y Miguel Covarrubias, Aurora Reyes e Isabel Villaseñor, entre muchos otros.
La Casa Azul se convirtió entonces en una síntesis del gusto de Frida y Diego, y de su admiración por el arte y la cultura mexicana. Ambos pintores coleccionaron piezas de arte popular con un gran sentido estético. En particular, Diego Rivera amaba el arte prehispánico. Muestra de ello es la decoración de los jardines y el interior de la Casa Azul, donde se muestran algunas piezas realmente notables.
El hogar de Frida se convirtió en museo porque tanto Kahlo como Rivera abrigaron la idea de donar al pueblo de México su obra y sus bienes. Diego pidió a Carlos Pellicer, poeta y museógrafo, que realizara el montaje para abrirlo al público como museo. Desde entonces, la atmósfera del lugar permanece como si Frida habitara en él.
Así describió la casa Carlos Pellicer en noviembre de 1955:
“Pintada de azul, por fuera y por dentro, parece alojar un poco de cielo. Es la casa típica de la tranquilidad pueblerina donde la buena mesa y el buen sueño le dan a uno la energía suficiente para vivir sin mayores sobresaltos y pacíficamente morir…”
En la Casa Azul también vivió Diego Rivera por largas temporadas. El muralista acabó por comprar la casa, al pagar las hipotecas y deudas que Guillermo Kahlo había contraído. Este último había sido un fotógrafo relevante durante el Porfiriato, venido a menos después de la Revolución. Además, los múltiples gastos médicos generados por Frida después del accidente endeudaron a la familia.
La casona, que data de 1904, no era un lugar de grandes dimensiones. Hoy tiene una construcción de 800 metros cuadrados y un terreno de 1200 metros cuadrados. De acuerdo con la historiadora Beatriz Scharrer, el padre de Frida, Guillermo Kahlo –húngaro-alemán de nacimiento– construyó la casa a usanza de la época: un patio central con los cuartos rodeándolo, el exterior era totalmente afrancesado. Fueron Diego y Frida quienes, más tarde, le dieron un estilo muy particular y, al mismo tiempo, le imprimieron –con colores y decoración popular– su admiración por los pueblos de México.
Beatriz Scharrer explica que, con el tiempo, la construcción sufrió algunas modificaciones: cuando el político ruso León Trotsky vivió con Diego y Frida en el año 1937, se tapiaron las paredes, los muros se pintaron de azul y se compró el predio de 1,040 metros cuadrados que hoy ocupa el jardín, a fin de darle al intelectual soviético seguridad ante la persecución de que era objeto por parte de José Stalin.
En 1946 Diego Rivera le pidió a Juan O’Gorman la construcción del estudio de Frida. Diego propuso utilizar materiales de la zona: piedra volcánica o basalto, representativo por haber sido utilizado por los aztecas para construir pirámides y tallar sus piezas ceremoniales. El estudio adquirió, además de un estilo funcionalista, un decorado con objetos de arte popular mexicano. En esta zona de la casa, Diego colocó los plafones con mosaicos y llenó las paredes de caracoles de mar y jarros empotrados con la boca al frente, para servir de palomares.
Diego Rivera formó un fideicomiso adscrito al Banco de México y nombró un comité técnico integrado por familiares y amigos para vigilar el destino de los dos museos: el Anahuacalli y la Casa Azul. Diego murió tres años después que Frida, pero antes nombró directora y presidenta vitalicia de ambos lugares a su mecenas y amiga, Dolores Olmedo. Lola se hizo cargo de terminar la construcción del Anahuacalli –que se encontraba en una primera etapa– y de mantener éste y la Casa Azul abiertos al público. Con más entusiasmo en el primer caso que en el segundo –pues Lola nunca profesó cariño por Frida– Olmedo mantuvo los espacios funcionando con sus propios recursos y con un gran esfuerzo vital, pues el gobierno poco le ayudaba.
Antes de morir, Diego le pidió a Lola que, por un lapso de 15 años, no se abriera el baño de la que fuera la recámara del muralista en la Casa Azul. Pasó el tiempo y, mientras vivió, Lola respetó la voluntad de su amigo. Dejó cerrado no sólo ese espacio, sino también el baño de la recámara de Frida, una pequeña bodega, baúles, roperos y cajones. Diego había dejado un inventario breve de las cosas que guardó en su baño, pero, hasta hace poco, no se sabía lo que se encontraba en el resto de los lugares.
El Comité Técnico del fideicomiso tuvo que rehacerse antes de la muerte de Lola, pues, de los once miembros originales, sólo quedaban ella y la hija de Diego –Guadalupe Rivera–. Se nombró presidente a Carlos García Ponce, y Director General y de Administración a Carlos Phillips Olmedo.
El nuevo comité decidió abrir los espacios cerrados en el Museo Frida Kahlo y mostrar al público lo que ahí se encontraba. Sin embargo, teníamos escasos recursos, pues los museos funcionan sólo con el ingreso de taquilla y algunos patrocinios. No teníamos los medios para realizar el proyecto, pero encontramos personas como pocas, preocupadas en la cultura y el arte de nuestro país, en particular en su preservación: María Isabel Grañén Porrúa, presidenta de ADABI (Apoyo al Desarrollo de Archivos y Bibliotecas de México, A.C.) y su esposo Alfredo Harp Helú –reconocido y generoso empresario–. A través de esa institución apoyaron con personal, recursos y equipo para el rescate de los archivos inéditos de la Casa Azul.
Durante casi tres años un grupo de especialistas de ADABI ordenaron, clasificaron y digitalizaron el acervo recién abierto: 22,000 documentos, 6,500 fotografías, 3,874 revistas y publicaciones, 2,170 libros, decenas de dibujos, objetos personales, vestidos, corsés, medicinas, juguetes… Dar a conocer estos archivos a la luz pública coincidió precisamente con el centenario del nacimiento de Frida Kahlo y el 50 aniversario luctuoso de Diego Rivera.
Los archivos y objetos descubiertos resultaron ser realmente interesantes, pues dan pistas para enriquecer la historia en torno a ambos artistas. Algunos expertos que conocieron una muestra de los archivos a través de la exposición “Tesoros de la Casa Azul” realizada en 2007 en el propio museo Frida Kahlo, comentaron sorprendidos, que la historia debía reescribirse, pues muchas de sus suposiciones tenían otro sentido.
Estos documentos y dibujos dan muchas y apasionantes claves sobre la obra de la pintora. Así por ejemplo, encontramos ilustraciones sobre la matriz y el desarrollo del feto humano, así como dibujos sobre este tema, que –más tarde se vio– corresponden al marco de madera de su díptico Naturaleza muerta.
En el fondo de un ropero, atrás de algunos libros, encontramos una libreta llena de dibujos. En ella apareció uno pequeño, pero importante: Las apariencias engañan. En ese lugar también permanecían guardados varios borradores del texto que Frida escribiera sobre Diego –-“Retrato de Diego Rivera”– para el homenaje del muralista en el Palacio de Bellas Artes. Se había dudado de la autoría de ese texto e incluso se le adjudicó a Alfonso Reyes, pero, gracias a este nuevo archivo, ahora tenemos la certeza de que salió de manos de Frida.
También fue muy emocionante encontrar los estarcidos del primer mural de Diego Rivera, La Creación (1920-1921), que realizó para el edificio de la Escuela Nacional Preparatoria, pues dicho material marca el inicio del movimiento muralista mexicano.
El guardarropa de Frida encontrado en este acervo revela datos importantes sobre la pintora. La antropóloga Marta Turok estudió la colección de textiles encontrada en un pequeño armario de madera, dentro del baño de Frida. En las casi 300 piezas de ropa, calzado y accesorios rescatadas, Marta Turok pudo documentar el estilo ecléctico que Frida forjó; un estilo pleno de colorido, textura y creatividad, una extensión de su arte y su ser. Se descubrió que, incluso, algunas prendas fueron intervenidas o diseñadas por Frida misma.
Otro de los hallazgos fue completamente casual. En el autorretrato dedicado al doctor Leo Eloesser, Frida se dibuja con unos aretes que fueran regalo de Pablo Picasso, a quien conoció mientras ella estaba en París, en 1939. Cuando se dio la orden de abrir los archivos y buscar entre los cajones de la Casa Azul, apareció este arete que se creía perdido.
A lo largo de su juventud Frida se transformó constantemente. Su búsqueda de identidad se refleja en fotografías donde aparece vestida de varón o como obrera-artista, con todo y cachucha y camisa de mezclilla. A través de su vestuario se puede observar la metamorfosis entre su primer círculo de amigos intelectuales –Los Cachuchas– y su despertar político-artístico que habría de marcar por completo su vida.
Frida transita entre sus autorretratos y fotografías vestida a la usanza de las zapotecas del Istmo de Tehuantepec, convirtiendo este estilo en el arquetipo de su identidad indígena. En una fotografía encontrada en el nuevo acervo aparecen hombres y mujeres, la mayoría vestida al estilo occidental. Sin embargo, otro grupo pequeño está vestido a la usanza de Juchitán: un hombre con ropa de manta y un paliacate, una mujer mayor con un resplandor al estilo de esta zona y dos jovencitas. Con su puño y letra, Frida señala a una de éstas como Matilde, su madre. Esta fotografía demuestra que, en el vestir de Frida, no sólo contó la influencia de Diego, sino también la herencia familiar.
Los documentos que salieron a la luz con este acervo son sumamente reveladores. En el archivo encontramos una interpretación de la propia artista sobre su obra Las dos Fridas. En esta carta ella explica: “El hecho de haberme pintado dos veces, juzgo que no es sino la representación de soledad. Es decir, recurrí a mí misma buscando mi propia ayuda. Por esta razón las dos figuras se dan la mano. La diferencia en el estilo de los trajes creo que no tiene mayor importancia que la del color y la forma. El objeto más vivo del cuadro son los corazones que, unidos por arterias imaginarias, se vuelven uno solo. (…) creo que el objeto claro de esta pintura es la relación entre mi vida interna y Diego. El deseo de externar con colores y formas lo que no podría con palabras, y también el placer magnífico de pintar por pintar (…)”
Entre todos los documentos, se encontró una carta en la que Frida habla sobre el proceso creativo de su cuadro El suicidio de Dorothy Hale y sobre los consejos que de él pide a Diego. Esta misiva es excepcional no solamente por el tono desenfadado y el irreverente sentido del humor de Kahlo, sino porque –ante todo– demuestra el enorme respecto intelectual y artístico que ambos se tenían.
El archivo fotográfico hace evidente la amistad en algunos casos –la admiración en otros– de Frida Kahlo con importantes y destacados fotógrafos de la época, como lo fueron Nickolas Muray, Martin Munckacsi, Manuel Álvarez Bravo, Fritz Henle, Gisèle Freund, Edward Weston, Lola Álvarez Bravo y Pierre Verger, entre otros. Muchos de ellos fotografiaron a Frida, consagrando su imagen. En este valioso archivo de más de 6,000 imágenes, sobresalen los autorretratos que, desde temprana edad y a lo largo de toda su vida, realizara el padre de Frida. En uno, incluso, aparece posando desnudo.
Dentro del acervo fotográfico se encontraron también siete imágenes tomadas por Frida con una intención artística. Se trata de una veta que no se le conocía. Una de las fotografías retrata una muñeca y un carrito de caballo en una composición modernista, que, además, refleja una de las mayores obsesiones de la pintora: su accidente.
El gusto de Frida por la fotografía se explica por la profesión de su padre. Sin embargo, también es interesante resaltar el vínculo de amistad que se desarrolló entre Frida y la fotógrafa Tina Modotti a partir del año de 1923. En la correspondencia entre ambas artistas resalta una carta donde Tina le enseña a Frida los pasos para revelar fotografías.
Hay muchas anécdotas apasionantes a raíz de los últimos descubrimientos, pero lo que queda claro es que, con este archivo, Frida sigue sorprendiéndonos. Frida, en su Casa Azul, sigue jugando con nosotros. Cuando parecía que todo estaba dicho, este novedoso acervo arroja enormes sorpresas. Sobre todo nos da la enorme posibilidad de organizar exposiciones innovadoras para seguir sorprendiendo y entusiasmando al público que busca a Frida entre los muros de su propia casa.
La Casa Azul fue el lugar al que perteneció Frida Kahlo, a donde volvió siempre y del cual, en realidad nunca salió. En realidad, Frida trajo el mundo que conoció a su universo –su casa– y llevó su casa al mundo exterior a través de su obra.
La Casa Azul permanece como testimonio no sólo de una vida, sino de una época fundamental para la cultura en México, y es, sin duda, la síntesis de un universo maravillosamente creativo y revolucionario.
Hilda Trujillo Soto. Es directora de los Museos Diego Rivera-Anahuacalli y Frida Kahlo, la Casa Azul.
El artículo apareció en el número 22 de la revista Mexicanísimo. Pueden pedir números anteriores de la revista llamando al 5616-0771.