Por Samuel Lagunas
El poeta chileno Nicanor Parra se autodefinió en su poema “Epitafio” como un “¡embutido de ángel y bestia!”. En Desobediencia (2017), la más reciente película de su compatriota Sebastián Lelio, la primera en inglés, como si parafraseara la línea de Parra, pero desde la Torá, un rabino diserta sobre el estatuto intermedio de la especie humana cuya virtud es la capacidad de elegir entre portarse como cuadrúpedo o como ser celestial. De pronto, frente a sus alumnos, el hombre, observado desde arriba como si Dios mismo vigilara sus ademanes y palabras, se desploma y muere. En la Biblia hebrea encontramos una advertencia que sirve de prólogo y presagio de la trama: no se puede ver a Dios sin morir. Tampoco se puede desobedecerlo. Hay numerosos relatos que ilustran esa lección y, desde luego, en esa primera secuencia de la cinta se transpira algo de fatalidad y de castigo.
Planteada como un filme tradicional de “regreso a casa”, Ronit (Rachel Weisz) suspende su labor como fotógrafa en Nueva York y viaja al gueto judío ultraortodoxo en Londres para estar en el velorio de su padre, el rabino Krushka (Anton Lesser), donde reencuentra a Esti (Rachel McAdams) y a Dovid (Alessandro Nivola), sus amigos de la adolescencia. Igual que en la anterior Una mujer fantástica (2017), Lelio sitúa a sus personajes femeninos en un universo totalmente adverso y hostil, y los mueve a contracorriente, impelidos por su necesidad ¡y derecho! a ser reconocidos y tratados como seres humanos, ni más ni menos.
Este empeño por la dignidad —y la libertad—, que convirtió al personaje de Marina (Daniela Vega) en un icono cuasi pop de las luchas reivindicativas de la diversidad sexual, se prolonga ahora en Esti, una mujer capturada tras los barrotes de una forma religiosa —sí, también heteropatriarcal—, incapaz de compaginar la libertad con la tradición, y que encuentra en su amiga Ronit el pivote para reconciliarse con su cuerpo y con su deseo. Pero el peso de la palabra que titula la película no explota rabiosamente en pantalla; antes bien, lo hace con sutileza y ternura. El fotógrafo Danny Cohen (antes La chica danesa [2015], Victoria y Abdul [2017]) sabe cómo detenerse en los rostros de sus protagonistas y cuándo hacerlo: ya sea en el momento en que Esti se quita el velo y la peluca que cubren su cabeza o en la húmeda secuencia sexual que escandalizó a parte de la audiencia que vio su estreno mundial en Toronto, en 2017.
Aunque alentadas por un score que honra sus acciones (a cargo de Matthew Herbert), Ronit y Esti resultan personajes mucho más planos que la mujer fantástica y evidencian cierta condescendencia en su retrato, síntoma de un director rendido muy pronto a las pretensiones y formas de la industria. No es tan extraño que tras Una mujer fantástica y Gloria (2013) Lelio diera ese resbalón. Sobre todo en Una mujer fantástica, el cineasta chileno ya había evidenciado inclinación a los mundos melodramáticos y maniqueos en los que se ansía desesperadamente, pero no sin esperanza, una fisura que ponga en riesgo la rigidez y el dogmatismo social.
La primera novela de la británica Naomi Alderman, publicada en 2006, se prestaba a la perfección para cumplir de nuevo ese objetivo. Por ello, y porque es un imperativo de Hollywood, el desenlace del drama es previsible y débil, aunque eso no le reste legitimidad a su siempre necesario discurso: hay que evidenciar las contradicciones de las instituciones (sea una familia o una iglesia), y hacerles entender que, como embutidos que somos, la carne es, si no lo único, lo más inmediato que tenemos y solo desde allí podemos empezar a sentirnos y a querernos.
Ficha técnica:
Año: 2017. Duración: 114 min. País: Gran Bretaña-Estados Unidos. Dirección: Sebastián Lelio. Guión: Sebastián Lelio y Rebecca Lenkiewicz, basados en la novela de Naomi Alderman. Fotografía: Danny Cohen. Música: Matthew Herbert. Reparto: Alessandro Nivola, Rachel Weisz, Rachel McAdams.