¿Cuál es el colmo de un joyero? Hacer de un anillo medallas.
¿Y el de un albañil? Hacer un techo de palos.
¿El de un abarrotero gachupín? Empacar un kilo de frijoles en un saco de 900 gramos.
¿Y conocen el del carnicero? ¿No? Pues es de este tamaño…
Ah, el lenguaje popular del mexicano. Quiero decir el verdadero lenguaje, el real, el que entendemos todos porque todos vivimos y respiramos el mismo país, compartimos la misma historia, disfrutamos los mismos sabores y lloramos las mismas penas.
El lenguaje popular. Aquel que nació entre la gente, que se aprende desde niños, que se multiplica en las escuelas y se utiliza por igual en oficinas y mercados, en empresas de corbata y en vecindades de mandil, en iglesias con curas pelones y en reuniones de greñudos trasnochados. Ese lenguaje que es a la vez poético, sonoro, crudo, agresivo, amable, cómico y lleno de enseñanzas.
Aquel lenguaje que se nutre con modismos, regionalismos, tecnicismos, cuentos, chistes colorados, giros, adivinanzas, locuciones, piropos, dichos, refranes, voces, vocablos, groserías, malas palabras, dobles sentidos y, desde luego, albures. Todo deslizado bajo las formas del tatacha fu, que engloba a la tatacha, el chingolés, el caló, el ondero, el caliche y el caliche ratonero (el de la prisión).
Fue este lenguaje el que don Armando Jiménez se atrevió a recopilar, libreta en mano, al visitar cantinas (a donde acudía con su primo José Alfredo), pulquerías, ferias de pueblo, panaderías, fondas, mercados, fiestas estiradas, colonias muy popoff, barrios de clase baja, carpas, teatros, bailaderos, casas de mala nota y en general al ir por las calles de la Ciudad de México.
Don Armando nació en Piedras Negras, Coahuila, en 1917, aunque desde muy joven se mudó al Distrito Federal, ciudad que se convertiría en el escenario natural no solo de su vida, sino también de su obra literaria.
Estudió arquitectura en el Instituto Politécnico Nacional y se especializó en construcciones deportivas; de hecho, las edificó en 17 países. Sin embargo, desde muy joven tuvo una inquietud. Ante sus ojos se iba perdiendo poco a poco el México viejo, el de antes, el de blanco y negro. Iban desapareciendo los barrios para dar paso a nuevas colonias departamentales; en donde antes hubo una cantina después se levantó un elegante restaurante-bar; en el mismo sitio donde existía un elegante cine para trescientas personas, después se localizaba un edificio de oficinas. Y ni hablar del lenguaje. Despacio pero a paso firme se fueron perdiendo tantas voces, tantos relatos, tantas maneras de comunicación. Entonces se dio a la tarea de recopilar aquel México antes de que terminara de morir.
Era necesario que alguien emprendiera esta gran tarea. Antes se habían realizado recopilaciones, se distribuían folletos llenos de anécdotas, chistes y efemérides en las antiguas boticas de barrio; los puestos de periódico vendían puntualmente el Calendario del más antiguo Galván; algunos calendarios de hojas desprendibles tenían impresos en la parte trasera chistes, recetas, citas, ocurrencias populares. Pero ninguno de ellos cubría el enorme hueco que el folclor mexicano requería.
Después de todo, se trataba de una herencia centenaria. El náhuatl, idioma que hablaban los antiguos pobladores del altiplano mexicano, era (y sigue siendo) una lengua con diversos matices. Desde entonces se jugaba con el doble sentido. Los españoles nos heredaron una sabrosa riqueza repleta de dichos y refranes. Incluso, los indios conquistados se burlaban de los españoles utilizando ya un sentido secreto en las palabras. Así nació el albur.
Los oficios de la colonia nutrieron las tradiciones. A los aguadores, que eran tan necesarios como incumplidos, se les aplicaba el dicho que rezaba “Agua le pido a mi Dios, y a los aguadores, culo”. Pedir culo significaba “no te pido nada, no te necesito”. Pero como culo también denota la parte trasera de las personas, y que nace justamente donde la espalda se divide y pierde su sacratísimo nombre, no faltaba el malintencionado que respondía “emprésteme su balde”.
Lo mismo sucedió con otros muchos oficios, como el de los pasteleros, que acostumbraban entonar cancioncillas picarescas; o bien, otros oficios que existían aún en los albores del siglo XX, como los pajareros, que cargaban en sus espaldas enormes jaulas repletas de aves; los azucareros, quienes, al servir la golosina de hielo con jarabes de sabor (que ahora conocemos como “raspados”), improvisaban versos con las características físicas del cliente; y los turroneros evolucionados en merengueros con sus famosos volados.
Aquel lenguaje estaba en todas partes. Lo mismo en las minas de la ciudad de Pachuca, donde el albur se desarrollaba ya como lo conocemos, solamente que mucho más ingenioso y divertido; o bien en las carpas y teatros de revista, lugares que se retacaban con las clases bajas que no podían pagar boletos en teatros serios. Las carpas. Esos míticos sitios donde nacieron los grandes cómicos de la época dorada del cine nacional.
Por ahí desfilaron por igual Cantinflas, Resortes, Tin Tan, Piporro, Palillo, Mantequilla, el Panzón Soto, Lupe Rivas Cacho, Chaflán, El Cuatezón, El Harapos, Chicote, Manolín, Manuel Medel, El Ojón Jasso… El público constituía, desde luego, pieza fundamental de cada presentación, pues acostumbraba interactuar con los actores mediante gritos, leperadas y albures. Aquel público formado por chafiretes, boleros, voceadores, mecapaleros, marchantas, militares, burócratas, secretarios de Estado y a veces hasta presidentes. Todos por igual acudían con puntualidad a disfrutar obras como “A doña Inés le echan tres”, “El pato cenizo”, “Agarren a López por pillo”, “El pájaro azul”, “Por delante se saluda”.
Este era el mundo que don Armando Jiménez conocía, suspiraba, amaba y deseaba con todo el corazón que siguiera vivo. Por eso se dio a la tarea de preservarlo mediante la escritura.
Así, en septiembre de 1960 vio la primera luz un libro que estaría destinado a convertirse en un clásico: Picardía mexicana. No se equivocó don Armando, porque su obra tuvo tanta aceptación que antes de que terminara el año ya se habían hecho tres reediciones. Durante el primer año, el libro se imprimió diez veces. No había casa, oficina, escuela (sin importar dónde se ubicaran) que no presumiera un ejemplar.
El índice, que en la mayoría de los libros es simplemente una guía de lectura, en la Picardía constituía un serio aviso: lo que el lector encontraría sería risa asegurada, pero también reflexión, un análisis inherente, un importante estudio sociológico de la esencia misma de los mexicanos.
Letreros en camiones, la lotería de monitos, desahogos de conciencia, ademanes, numerología, adivinanzas, no es lo mismo, grafitos en los comunes… Todo esto y mucho más incluía la Picardía, por lo que la Liga de la Decencia se lanzó directo y al cuello de don Armando, a quien las críticas, lejos de angustiarlo, lo ayudaron a engrosar, mejorar y pulir su obra.
Después nacieron Nueva picardía mexicana, Grafitos de la picardía mexicana, Cancionero mexicano, Vocabulario prohibido de la picardía mexicana, Tumbaburro de la picardía mexicana, Dichos y refranes de la picardía mexicana, Cabarets de antes y de ahora en la Ciudad de México, Sitios de rompe y rasga en la Ciudad de México, Lugares de gozo, retozo, ahogo y desahogo en la Ciudad de México, Guía de pecadores y descarriados y aun de castos y bien encaminados en la muy leal y noble ciudad de México, y tantos más.
Se ha dicho que don Armando es el autor más leído en lengua castellana. Hasta antes de su muerte (julio del 2010), su Picardía alcanzaba ya la edición número 130. Su fama derribó fronteras entre lo sacro y culto y lo popular y sabrosón. Cuando los políticos lo invitaban a comer, comer era lo único que no hacía, pues los respetables hombres de la patria no dejaban de preguntarle albures, mismos que trataban de aprenderse.
Su aportación es universal, no en balde fue prologado por gente como García Márquez, Alfonso Reyes, Alí Chumacero, Salvador Novo, Camilo José Cela, Octavio Paz y Pablo Neruda.
Cómo olvidar sus crónicas generosas y nutridas de la mejor investigación que dieron cuenta de sitios tales como el Salón México, Los Ángeles, el California Dancing Club, El Burro, El Java, el Mata Hari, La Fuente, el Marroquí, el Bagdad, el Estambul, el Molino Rojo, el Imperio, el Can Can, el Follies Bergere, el mítico Tívoli o el María Guerrero, entre cientos más.
O bien, aquellas presentaciones de sus libros realizadas en el corazón de Tlalpan, justo en la cantina La Jalisciense, lugar donde nació el poeta Renato Leduc, quien era gran amigo suyo. Y las películas, grabaciones, obras de teatro, discos, libros, tesis, estudios, ensayos y folletos inspirados en su obra.
Cuánto le debe la cultura mexicana a don Armando. Su obra en serio es inmortal y sigue escandalizando a las buenas conciencias nacionales. No gratuitamente la mayoría de los periódicos omitieron las noticias de su muerte. Ah, aquel “Gallito Inglés” tan recordado…