Dentro de la sociedad mexica, los jóvenes del pueblo o hijos de la nobleza tenían algo en común: la educación. No importando el estrato social, los tenochcas iniciaban desde muy temprano sus actividades en las instituciones que les asignarían un rol a desempeñar, desde artesanos hasta gobernantes de la gran urbe de México-Tenochtitlan.
Cuando los primeros españoles llegaron a nuestro país, a principios del siglo XVI, la cultura mexica dominaba gran parte del territorio. Este hecho no se debió a una casualidad, sino que fue la culminación de un largo proceso de desarrollo que involucró todos los ámbitos de aquella admirable sociedad.
Los mexicas, que habían llegado al valle de México en calidad de errantes, lograron, en poco tiempo, construir uno de los estados más impresionantes de la historia universal. Para hacerlo, siguieron una serie de pasos que hoy podemos rastrear: se dieron a la tarea de ser mejores, aprendieron, asimilaron, crearon y refinaron las técnicas artísticas, militares, arquitectónicas, religiosas y educativas. En su afán por destacar, aprendieron de quienes suponían habían sido los mejores: los teotihuacanos y los toltecas.
Los primeros conquistadores que ingresaron a la ciudad de México-Tenochtitlan, el 8 de noviembre de 1519, se toparon con una urbe maravillosa. No solo era impresionante desde el punto de vista ingenieril (construir la capital de un imperio sobre un islote semiartificial a la mitad de un inmenso lago salado no fue cualquier cosa), sino también por su funcionamiento. En aquella urbe reinaba la armonía, la civilidad y el balance. La sociedad mexica logró ascender y dominar su entorno porque fueron educados con disciplina y para la grandeza. De ambas cosas se encargaban los padres, pero también los maestros de las rigurosas escuelas mexicas.
Para entender ciertos conceptos referentes a la educación azteca es necesario partir de algunos puntos. El primero es que los niños eran sumamente importantes para ellos. De hecho, se les consideraba regalos de los dioses. Al referirse a ellos, sus padres les llamaban “mis joyas”, “mis plumas preciosas”, es decir, lo mejor, lo más fino, lo más valioso que tengo. Se creía que los niños habían sido forjados en el más alto de los cielos.
Igualmente, se pensaba que eran intermediarios entre los hombres y algunas deidades. También, eran regeneradores del tiempo cíclico. El hecho de ofrecerlos en sacrificio significaba algo sumamente especial: la continuidad y la restauración de la vida.
Para convertir a un niño en ciudadano modelo se utilizaban diversas herramientas, que iban desde las palabras, los consejos y los ejemplos, hasta severos y a veces muy crueles castigos. La educación de un niño comenzaba en el momento mismo de su nacimiento y era específica dependiendo de su sexo.
La partera era la encargada de darles la bienvenida a este mundo. Las primeras palabras que escuchaban los niños mexicas les recalcaban que su principal oficio y su mayor obligación era “dar de comer y beber” al sol con el cuerpo y con la sangre de los enemigos. Al cuarto día de nacido, se realizaba una significativa ceremonia. En el caso de los niños, el cordón umbilical era enterrado en el campo de batalla junto con algún objeto relacionado al oficio de su padre; si era niña, el cordón umbilical se enterraba al lado de su casa, acompañado de un instrumento propio de la limpieza del hogar, de la cocina o del tejido. Así es, los niños eran un tesoro tan hermoso e invaluable que la educación comenzaba en casa, pero terminaba en la escuela.
El telpochcalli
En la sociedad mexica existían dos clases de escuelas. La primera era el telpochcalli (casa de los mancebos o de los jóvenes). Se trataba de centros de enseñanza para los muchachos del pueblo en general. Los hijos de los nobles, de los sacerdotes, de los grandes guerreros, acudían, por su parte, al calmécac.
Al telpochcalli asistían los jóvenes varones a partir de los 15 años de edad. La finalidad de la enseñanza era que aprendieran a servir a su comunidad mediante un oficio y que dominaran el arte de la guerra. Estaban tan seguros de la calidad de la educación que consideraban que un joven, al egresar de esta escuela, estaba listo para el matrimonio y para encabezar una familia.
La sociedad mexica se dividía en de barrios llamados calpulli. Calli significa “casa”, en tanto que calpulli es el superlativo: “gran casa”. En ese sentido: unión de casas o agrupación de familias en torno a un mismo fin. De este modo, cada calpulli contaba con una telpochcalli.
Los estudiantes de estas escuelas eran personas comunes y corrientes, del pueblo. En una palabra, macehuales o macehualtin: personas sencillas. Sin embargo, la distinción entre el alumnado de cada escuela no se trataba de un hecho elitista ni discriminatorio. Para empezar, los macehuales no eran vasallos ni esclavos, sino guerreros. De hecho, el sustento y la gloria de toda la ciudad se debía a ellos. Si los jóvenes del “pueblo” asistían a una escuela y los hijos de la nobleza acudían a otra, se debía a que estos centros de enseñanza eran tan especializados que se les educaba para las tareas que desempeñarían en sociedad. Por ejemplo, el artesano era educado para buscar la belleza, en tanto que el gobernante, para ser justo. Sin embargo, todos recibían un riguroso entrenamiento militar, ya que la vocación mexica era guerrera por excelencia.
En el telpochcalli la vida no era sencilla. Se desconoce la hora exacta en la que comenzaban sus actividades, no obstante, los cronistas aseguran que iniciaban “de madrugada” y con un baño de agua helada. Después venía un desayuno muy ligero. Durante el día recibían clases específicas, memorizaban, por ejemplo, cantares en los que se recordaban las glorias de sus antepasados y la manera en la que los dioses habían creado el mundo y a ellos mismos. La tarea no debió ser sencilla, considerando que el panteón divino de los mexicas era en extremo abundante y complejo.
En el terreno práctico, aprendían y se especializaban en el uso de las armas. Una de ellas era el átlatl, un propulsor, lanzadardos o “brazo extendido”, conocido en diversas regiones del mundo. Una herramienta similar se ha encontrado en Europa y data del Paleolítico Superior (entre 40,000 y 10,000 a.C.). Otra de las armas que aprendían a manejar era el macuahuitl, una especie de espada de madera con fuertes filos de obsidiana. Sus demás actividades incluían reparar los templos, acarrear materiales (piedra, madera) y trabajar las tierras comunes.
Educar a los niños y a los jóvenes era sumamente importante. Por medio de la educación podían preservar sus raíces, su arraigo, su pertenencia. En una palabra, gracias a la educación podían saber quiénes eran. Precisamente porque lo sabían, respetaban su pasado y reverenciaban a sus mayores. Una parte indispensable de la educación de los jóvenes era aprender la “Regla de vida de los ancianos” o “Antigua regla de vida”. Esto es, las enseñanzas que contenían sus tradiciones y sus costumbres; aquello en lo que siempre habían creído. Muchos de estos conceptos se los atribuían a Quetzalcóatl, quien –así lo creían– les había enseñado lo bueno y lo útil.
El calmécac
Los castigos eras parte de la educación mexica. Los regaños, llenos de palabras implacables, eran la reprimenda más ligera. Los jóvenes rebeldes que no mostraban mejoría eran azotados. Si insistían en su comportamiento, el castigo se intensificaba: les pinchaban la piel con espinas de maguey y, en casos extremos, los semiasfixiaban con el humo de chiles quemados.
Las niñas no se salvaban de los castigos físicos. Aunque eran educadas en casa, una jovencita desobediente, chismosa, floja o coqueta era acreedora a los mismos castigos que recibía un hombre, pero además se le obligaba a barrer la calle de noche, lo cual representaba una vergüenza pública. En casos extremos, se le cortaba el cabello, lo que la ponía en evidencia durante meses.
Estos castigos eran válidos tanto para los jóvenes del pueblo como para los hijos de los nobles. El calmécac estaba muy lejos de ser un lugar de descanso. Aquí se educaba y entrenaba a los futuros sacerdotes, maestros, jueces, guerreros de élite y gobernantes. Recibían lecciones de historia, astronomía, medicina, música, religión, filosofía, economía, lecciones de higiene y valores morales, entre otros. El día comenzaba también de madrugada y también con un baño de agua helada.
Teniendo en cuenta que a este internado acudían los jóvenes que tendrían el destino de la nación mexica en sus manos, la educación era doblemente rigurosa. Ingresaban entre los siete y los quince años de edad. Solían ayunar, hacer penitencia y autosacrificio con puntas de maguey, además de que sus ropas eran siempre ligeras, para que aprendieran a soportar el frío, pues dominar el dolor era una manera de forjar el carácter.
Durante el día se dedicaban al trabajo duro y durante las noches realizaban rituales de purificación. Conforme avanzaba su entrenamiento, las enseñanzas que recibían se volvían más específicas de acuerdo con la labor que desempeñarían: gobernante, sacerdote o guerrero. Lo más importante era forjar hombres de bien, nobles de corazón y justos de espíritu. En pocas palabras: rostro y corazón, nobleza y dignidad. Gracias a estas enseñanzas, los mexicas lograron dominar gran parte de su entorno.
Pueden seguir a Carlos Eduardo Díaz en Twitter aquí. Este artículo apareció en el número 85 de Mexicanísimo.