El 17 de mayo de 1889 nació Alfonso Reyes, uno de los mexicanos más importantes para la cultura universal.
Hijo del general Bernardo Reyes, quien falleció durante los primeros minutos de la Decena Trágica, don Alfonso transcurrió su vida sumido en la erudición. No es exagerado afirmar que bajo su luz floreció la cultura mexicana de la primera mitad del siglo XX.
A pesar de ser el noveno de doce hijos, recibió una educación privilegiada, en parte porque su padre pertenecía a esa pequeña élite adinerada y protegida por el porfiriato. Sin embargo, el inicio de la revolución significó el término de su vida holgada. De su natal Monterrey, se trasladó a la Ciudad de México. Años después recordaría que, en esos años de revueltas armadas, acostumbraba escribir con su carabina cargada a un lado, por si hiciera falta.
Tras la muerte de su padre, en 1913, en el conflicto que derivó en la caída y posterior asesinato del presidente Madero, la presidencia de Huerta y largos años de caos y sangre, se vio en la necesidad de huir del país. Su solo apellido era motivo para que no fuera bien visto, por utilizar una palabra amable.
De este modo, se instaló en España durante diez años.
El estar lejos de su patria lo pulió de alguna manera, pues la distancia y la soledad lo ayudaron a refugiarse en las letras, en la investigación y en la escritura. Fue en este tiempo cuando despuntó y llamó la atención debido a su exquisita manera de escribir. No sería exagerado que, años después, Borges afirmara que don Alfonso era el mejor prosista en nuestro idioma de todos los tiempos.
Durante su estancia en España escribió múltiples ensayos sobre el Siglo de Oro Español y las diversas corrientes poéticas que por entonces comenzaban a despuntar en Europa.
Tras su exilio, obtuvo empleo como diplomático. No le costó trabajo destacar en ese ambiente social debido a su amplia cultura y a la fama de intelectual de la que ya gozaba. Era igualmente conocido tanto en México como en España, pero también en Francia, Argentina y Brasil.
Por entonces realizaba ya una vigorosa además de importante labor como editor. Tradujo a Mallarmé, a Chesterton y Chéjov, editó a Ruiz de Alarcón, a Lope de Vega y a Quevedo.
De su puño y letra publicó una amplia gama de temas, mismos que dejó plasmados en sus libros Cuestiones gongorinas, Capítulos de literatura española, Discurso por Virgilio, 5 casi sonetos, Cantata en la tumba de Federico García Lorca, entre otros.
A estas alturas, su nombre era bien conocido en todos los círculos intelectuales del mundo. Ya era miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua, fundador de El Colegio Nacional y había recibido el Premio Nacional de Ciencias y Artes en Literatura y Lingüística en México. Su genialidad lo llevó a un lugar obvio: a ser considerado candidato para el premio Nobel de Literatura.
Hoy se sabe que su amiga Gabriela Mistral, quien había conseguido la distinción en 1945, fue quien lanzó su candidatura. Una versión extraoficial asegura que don Alfonso estuvo a punto de conseguir el codiciado premio en 1949. A punto, sí, a no ser por un pequeño problema: algunos de sus colegas mexicanos – intelectuales reconocidos aunque absolutamente envidiosos – hicieron todo lo posible por obstaculizarlo, y lo lograron.
Con pasión y rabia escribieron al Comité del Nobel y argumentaron que Alfonso Reyes por ningún motivo debía recibir el Nobel de Literatura, pues se trataba de un escritor que “escribe demasiado de los griegos, pero muy poco de los aztecas”. Sencillamente, el Nobel no debía quedar en manos de un malinchista.
¿Era justa esta acusación? Desde luego que no.
Cuando tenía veinte años, fundó, junto con Pedro Henríquez Ureña, Antonio Caso y José Vasconcelos, el Ateneo de la Juventud, que tenía entre sus objetivos leer y discutir a los clásicos griegos. El Ateneo resultó un auténtico semillero de nombres y de ideas que cambiarían el rostro cultural del país para siempre.
No, ni antes ni después fue don Alfonso un malinchista, pero sí un personaje que despertaba demasiadas envidias.
El Comité del Nobel se olvidó de su nombre por exigencia de sus colegas.
Se dice que a veces el mejor enemigo de un mexicano es otro mexicano. Seguramente don Alfonso lo sabía.
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