No todas las reuniones son una pérdida de tiempo, un desfile de vanidades o la dulce dicha de juntarse en grupo para no hacer nada. No todas las tardes dominicales en familia terminan con la alabanza de los platillos de la abuela. No todos los dichos y refranes son ciertos y muchos, como los de “mujeres juntas, solo difuntas” son una reminiscencia machista y misógina. Hay mucho más que contar.
En medio de las batallas revolucionarias que iniciaron el siglo XX, cuando nadie sabía para quién trabajaba y las balas iban y venían sin compasión ni sentido, la población civil tenía tres opciones: afiliarse a uno de los bandos, esconderse esperando que no se los llevara el remolino de la violencia, o asumir una actitud solidaria hacia las víctimas de la guerra. La historia de las Blackaller en Monclova debería ser (lo es) un ejemplo de participación familiar.
En 1913, a los 33 años, Carolina Blackaller Arocha decidió apoyar la lucha antihuertista colaborando como enfermera a las órdenes de otro coahuilense: Venustiano Carranza. Hasta donde sabemos, tras de ella se inició una oleada de parientes saliendo a la calle para desbordarse en ayuda de los heridos, porque abstenerse ante la lucha, la violencia y la muerte, era criminal. En las familias de la época no era extraño tener una prole de 12 o 14 hijos, así que había de donde escoger.
Carolina, según se cuenta, reunió a sus hermanas y les narró sus primeras experiencias y la incapacidad para atender a tantas víctimas. Puedo imaginar esas reuniones, las charlas desordenadas, los dulces, el café, posponiendo los noviazgos y balanceando el tiempo con los matrimonios; el paso por los asuntos familiares e historias intrascendentes mientras trataban de hacer menos las angustias bélicas. Ella tal vez insistió hablando de derechos y obligaciones, lo deduzco, porque hay muy poca información, también supongo que era aventada y tenía influencias entre la parentela porque, en los siguientes meses, el resto de la familia se fue uniendo al esfuerzo.
A María Luisa Blackaller Arocha, que tenía 16 años cuando se fue a trabajar con su hermana, le pareció sensato, le pareció valiente y le pareció urgente, porque los muertos aumentaban y los heridos desbordaban la capacidad de clínicas y médicos. Parece que, casi al mismo tiempo, se agregaron Enriqueta, María del Refugio, Carmen y, porque faltaban manos, las primas Francisca, Adela, Rebeca y Julia. Algunas de ellas colaboraban pese a trabajar en el magisterio o estar casadas.
Al principio su labor se centró en los hospitales de Matamoros, Eagle Pass, Monterrey y Saltillo, pero para 1915 se dedicaron a organizar el primer banco de sangre en Piedras Negras. Por supuesto que hubo que recurrir a fondos familiares, a colectas con vecinos, a rogar por aquí y rogar por allá, pero el proyecto caminó. Al paso de los meses, algunas de ellas asumieron otras responsabilidades: Carolina fue nombrada ayudante escribiente del almacén de instrumentos de la Procuraduría General de los Hospitales Militares Constitucionalistas; Enriqueta alcanzó el grado de jefa de enfermeras en Perote, Veracruz; y Rebeca colaboró en la Proveeduría General de Hospitales de Veracruz. Se desperdigaron por el país, pero no perdieron el vínculo, eran las Blackaller.
Finalmente, la locura paró. Cuando terminó la guerra volvieron a casa, a su trabajo normal, a la familia, casi sin ningún reconocimiento. El apellido perdura en la zona, donde hay múltiples nietos y bisnietos de estas mujeres, orgullo mexicano; a ellos les pido una disculpa si me faltó el nombre de alguna de las voluntarias de la familia y en esta nota les envío un abrazo para que mantengan el orgullo del apellido.
Historias como esta abundan, debemos rescatarlas del olvido al que podemos enviar a muchos intrascendentes que celebran con su nombre calles y plazas de nuestro país, gracias a una única virtud: vivir del presupuesto. Nos urge, a todos, poner por encima a los verdaderos héroes cívicos.
Foto: «Templo de San Francisco de Asís en Monclova, Coahuila México (Vista diurna 01)» por AnibalDiaz81, CC BY-SA 4.0.