Tenemos un país revuelto, entremezclado, que parece tapete de Temoaya o tejido chiapaneco. Los colores y las formas surgen en multitudinaria y simpática anarquía, exhibiendo nuestro gusto por la mezcolanza. Y, de entre muchas expresiones, la música es, sin duda, una de las artes donde esto es más evidente.
Tomemos como jacarandoso pretexto una canción inesperada, sobre un taxista ratero de amores que ha hecho “mover el bote” a medio país: el “039”. Para esto, tendríamos que hacer una primera pregunta: la canción, ¿es una huaracha?, ¿un tropirock?, ¿una cumbia costeña?, ¿una pachanga tropical?, vaya usted a saber, pero esta melodía, como muchas otras composiciones del maestro Laure, le han dado, desde hace años, sabor al movimiento de cadera en bailazos, “tocadas”, fiestas y reventones. Aún hoy, a varios años de su partida, siguen hablando de romances cumbieros.
Miguel Laure Rubio es conocido popularmente como Mike Laure. Músico empírico, compositor de canciones sin sentido que le dan sentido a lo que no tiene sentido, nació en El Salto, Jalisco, muy cerca de Guadalajara, en 1937 y falleció en la Ciudad de México en el 2000. Es, sin duda, uno de los referentes de la fusión nacional. Su historia es como la de tantos músicos y tantos boxeadores y tantos futbolistas y tantos otros de nuestra compleja historia, pues partió de una pobreza absoluta y un alcoholismo paterno que lo dejó en la orfandad infantil. Se cuenta que no iba a la escuela porque le daba pena que lo vieran llegar sin zapatos. Por rebotes de esta vida, que muchas veces no da opciones, Mike empezó a cantar en fiestas para ganarse la vida.
¿Qué era Laure? ¿Un rockero descontrolado? Tal vez; así empezó, imitando un poco a Bill Haley y, como él, formando su primer grupo, que llamó de la misma manera: Los Cometas. Pero si Haley se concentró en el sonido de la batería y la guitarra eléctrica, apoyadas por el saxofón, a Mike se le antojó incluir el acordeón y hasta el güiro; y si Bill le cantó a un cocodrilo (“See you later, alligator”), a Laure se le cruzó por la cabeza un tiburón y con esa canción pegajosa se dio a conocer en todo el país. “Tiburón, tiburón, tiburón a la vista, bañista”.
Y así, junto con el escualo y el taxista surgieron “La cosecha de mujeres”, “Mazatlán”, “La rajita de canela”, “La banda borracha”, “El solterito”, “El año viejo”, “La secretaria” y otras igualmente prendidas. Para entonces ya nadie se preocupaba por conocer cuál era el ritmo que tocaba este jalisciense que podía ser veracruzano, o tabasqueño, o afrocaribeño, o chilango cumbianchero. El chiste, durante los sesenta y los setenta del siglo pasado, era ir a un concierto de Mike, porque su banda era una pachanga e incluía clarinete como en las cumbias colombianas y congas como en la rumba, además de que la batería emergió de manera importante en un ritmo que algunos bautizaron como “chunchaca”. Quizá, por esa costumbre de muchos a menospreciar ciertos ritmos musicales, no se ha dado el reconocimiento a la gran capacidad de este músico ultra popular para desarrollar un ritmo que hizo escuela y que interpretó el sentir de una buena parte de nuestra diversa sociedad.
Elemento indispensable en varias de esas infumables películas donde eran requeridas dos o tres canciones, Mike Laure marcó una época. Asomarse a las fiestas populares es reencontrarse con él, uno de los grandes formadores del movimiento de la cumbia mexicana. Y, si no lo conoces, pues peor para ti, no sabes lo que te has perdido.