El 19 de marzo será el aniversario luctuoso de Jaime Sabines, y el 25 del mismo mes sería su cumpleaños. Con estos pretextos, comparto un texto que publiqué en el hoy extinto Semanario Claridades, donde yo trabajaba en el momento en que él falleció y en donde el poeta escribía de vez en cuando.
“Si hubiera de morir dentro de uno instantes, escribiría estas sabias palabras: árbol del pan y de la miel, ruibarbo, cocacola, zonite, cruz gamada. Y me echaría a llorar”.
¿Y qué más se puede hacer ante la muerte, sino llorar y llorar?, pareciera preguntar Jaime Sabines. Esa muerte presente, aplastante y siempre traicionera que asesina incluso a los deseos de vivir, cuando nuestros muertos nos entierran a nosotros y nos acercan un poco a sus sepulcros.
La muerte, testimonio de su vida. Del Jaime chiapaneco, del Jaime político, del Jaime peatón y enamorado, del Jaime que fuma y llora, del Jaime padre y diputado, del Jaime alcahuete que enamora con sus versos a miles de mujeres de rostro anónimo. Del Jaime Sabines… simplemente.
Mexicano por nacimiento, de Medio Oriente sus raíces, pero del universo de las letras hijo adoptivo, Sabines representó la esencia –la única y sencilla– de lo que significa ser poeta: plasmar con verdad un sentimiento. “Un poeta es una gente descarnada. Es decir, una persona que va por el mundo sin piel, con la carne viva”.
De aquel 1926 al venturoso y triste 1999, el poeta amó. Porque, ¿qué son la vida y la muerte sino aspectos, tan opuestos que se tocan, del eterno amor?
Amó al hombre, por eso comenzó a estudiar medicina; pero amó más a la vida, por eso fue poeta. Salvar vidas o revivir muertos: gran disyuntiva entre la medicina y las letras. Al final, se trata solo de vivir fervientemente.
Poeta popular, escritor sin reglas, pensamientos sin valor, poesía que no es poesía. Estas críticas y tantas más pretendieron abofetear su rostro ceniciento, pero él, sin hacer caso, solo decía: “Poetas, mentirosos, ustedes no se mueran nunca. / Con su pequeña muerte andan por todas partes / y la lucen, la lloran, le ponen flores, / se la enseñan a los pobres, a los humildes, a los que / tienen esperanza. / Ustedes no conocen la muerte todavía: / cuando la conozcan ya no hablarán de ella, / se dirán que no hay tiempo sino para vivir”.
Y en otro lugar y otro momento advirtió: “Nadie, desde hoy, podrá decirme poeta vendido. Nadie podría escarbar y jalarme de los huesos”.
Elegantes golpes que afirmaban que la poesía es espíritu, no buscadora de falsas alabanzas pasajeras.
Porque, después de todo, ¿acaso son muchos los poetas afamados, los poetas pavorreales, los integrantes del club del aplauso mutuo, que se pueden jactar de ser leídos, releídos y aprendidos de memoria? Ésa es la diferencia: la obra de Sabines no se encuentra en los grandes salones ni entre columnas de mármol, sino que permanece entre la gente. Sus lectores han hecho suyos sus versos, los han expropiado y repetido, se los han regalado a alguna mujer para poderle decir las cosas que ellos no saben decirle.
“Hay dos clases de poetas modernos: aquellos, sutiles y profundos, que adivinan la esencia de las cosas y escriben: ‘Lucero, luz cero, luz Eros, la garganta de la luz pare colores coleros’, etcétera, y aquellos que se tropiezan con una piedra y dicen ‘pinche piedra’. Los primeros son los más afortunados. Siempre encuentran un crítico inteligente que escribe un tratado ‘Sobre las relaciones ocultas entre el objeto y la palabra y las posibilidades existenciales de la metáfora no formulada’. – De ellos es el Olimpo, que en estos días se llama simplemente el Club de la Fama”.
En ello reside la grandeza de Jaime. En hablar, en oír, en pensar y sentir, en comer, reír y caminar como un hombre común, nunca como un iluminado. Por eso pudo decir “Canonicemos a las putas”, “La cojita está embarazada”, “Los he visto en el cine”, “Quise hacer dinero”, “Me preocupa el televisor”, pudo reivindicar a “El gato loco” e ir al cine y hacer el amor cuando “Tía Chofi” murió, y a pesar de todo cosechar lágrimas de encanto.
Jaime Sabines fue el poeta que rezó por la pronta recuperación de José Luis Cuevas. Porque fue creyente. Y pobre y triste de aquel que cree que un artista debe ser ateo forzosamente. Sabines no solo creía, sino que aseguraba “Me encanta Dios. Es un viejo magnífico que no se toma en serio”.
Pero, por sobre todas las cosas, fue el poeta del amor. El poeta de la legión de “Los amorosos”, el que abarrotó Bellas Artes con todo y su explanada; el poeta que supuso el amor, que amó a “Miss X”, que entendió que los amantes –¡qué bueno!– deben estar solos y sentir sus cuerpos juntos, vinculados hasta la raíz; el escritor que alabó la sombra en los ojos, que sentenció la muerte de la muerte del amor, y que le cantó a la luna “en dosis precisas y controladas”.
Al igual que le pasó a su padre, “El Señor Cáncer, El Señor Pendejo” nos robó su presencia: “Mi padre tiene el ganglio más hermoso del cáncer / en la raíz del cuello, sobre la subclavia, / tubérculo del bueno de Dios, / ampolleta de la buena muerte, / y yo mando a la chingada a todos los soles del mundo”.
Fiel con su vida, aun en la muerte, rechazó el homenaje: pidió expresamente no ser llevado a Bellas Artes ni ser sepultado en la Rotonda de los Hombres Ilustres. Porque, después de todo, “¡Qué costumbre tan salvaje esta de enterrar a los muertos!”.
“Cuando tengas ganas de morirte / no alborotes tanto: muérete / y ya”.
“¡No me vayan a hacer a mí esa cosa de los Hombres Ilustres, con una chingada!”.
Dicen que Jaime Sabines se ha ido. En realidad, apenas va llegando.
Es hora, pues, de “reposar, de aflojar los músculos del corazón y poner a dormitar el alma”.
No, Jaime no ha terminado de llegar. Las ansias y los suspiros, y los aplausos juveniles y otoñales, recuerdan hoy los ojos azules de donde emanaron lágrimas que midieron al hombre, pero, ante todo, a la mujer:
“Tiene los pechos dulces, y de un lugar a otro de su cuerpo hay una gran distancia: de pezón a pezón cien labios y una hora, de pupila a pupila un corazón, dos lágrimas”.
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Foto principal: Cortesía Casa Jaime Sabines