Por Arturo Garmendia
“A mí, el Tenorio me entusiasma. Me parece una obra maestra, genial… es una de las cumbres del teatro. Si no fuera así, la gente no iría a verlo cada año, desde hace tanto tiempo,[1] pontificaba Buñuel. Lo decía con conocimiento de causa: Cuenta su amigo Julio Alejandro que «La única obra de la que le oí hablar sin fatiga, con verdadero placer, fue del Tenorio de Zorrilla… Se sabía de memoria todos los papeles; y hubiera sido capaz de representar toda la obra, haciéndolos todos”.[2]
Tampoco era una afirmación gratuita. En carta a Francisco Rabal, quien le había propuesto montar la obra en Madrid, le decía: «He estado releyendo todos los Don Juanes teatrales que se han escrito, desde el primero: Tirso (horrible), Moliere (aceptable por renglones), Goldoni (mediocre), Dumas (bueno, ese es el padre del de Zorrilla, estrenado seis años antes), Rostand (infecto), Pushkin (anodino)…” [3]
Por ello, como él mismo recuerda, en la Residencia, “… de vez en cuando montábamos una obra de teatro, casi siempre Don Juan Tenorio de Zorrilla, que creo aún me sé de memoria.” [4]
Ahora bien ¿cuáles eran las razones de esa afición? Sin duda, hay más elementos en contra que plausibles: el dramón decimonónico destila moralina, está escrito con versos ripiosos, no oculta su filiación religiosa y adscripción a la doctrina y a fin de cuentas defiende todo aquello de que Buñuel abominaba: el honor, la autoridad, los valores cristianos, etc.
Tampoco puede decirse que Buñuel encajara en el tipo del libidinoso seductor sevillano: confesaba que en su juventud era asiduo frecuentador de burdeles; no se le recuerda siquiera una novia y en su madurez hacía gala de una pertinaz monogamia.
¿Entonces?
Se apunta como causa probable su afición a los disfraces, que podrían haberle llevado a participar en las actividades teatrales que se organizaban entre las diez o doce personas que integraban el grupo más activo de la institución: Buñuel, Lorca, Moreno Villa y Emilio Prados entre otros, con incorporaciones posteriores de Salvador Dalí y Pepín Bello. Lorca y Buñuel eran los más entusiastas y solían improvisar obras de teatro, atreviéndose a veces incluso con óperas, pero su obra predilecta era Don Juan Tenorio. Aun así, su afición a ataviarse con sotanas o hábitos monjiles no alcanza a explicar su adicción a esta obra en particular.
En la Hostería del Laurel
Entremos en detalle. No se sabe cuántas veces llevaron a cabo dicha representación, pero se ha documentado que en 1920, cuando Buñuel visitaba por primera vez Toledo con un grupo de estudiantes de la Residencia tutorado por Américo Castro, la representaron “a la manera clásica”, haciendo el maestro las veces de director y apuntador, con Buñuel en el papel protagónico.
Esa visita lo marcó para toda la vida. “Ahí –recordaba– perdí la virginidad, fundé la Orden de Toledo y actué por primera vez como Don Juan”.
Regresó con sus amigos muchas veces. Se alojaban por lo general en la famosa Posada de Sangre, cuyo grado de higiene podría ser determinado por su ausencia de agua corriente. Burros en el corral, carreteros, sábanas sucias y estudiantes. Todo lo cual no tenía más que una importancia relativa, ya que los miembros de la Orden tenían prohibido lavarse durante su permanencia en la ciudad.
Comían en tascas, siendo su predilecta la Venta de Aires donde siempre pedían tortilla a caballo (con carne de cerdo), perdiz y vino blanco de Yepes. En este lugar interpretaron por primera vez juntos Don Juan Tenorio.[5]
A continuación, ese mismo año, el 1º. de noviembre, los estudiantes repusieron la obra, con Buñuel en la dirección y en el protagónico y García Lorca en el papel del escultor. La representación se hizo en tono de farsa, y solo incluyó los dos últimos actos, originalmente titulados «El panteón» y «La aldaba postrera».
Como se recordará, en la obra original, después de cometer mil fechorías, Don Juan regresa a Sevilla y encuentra que el palacio familiar, por decisión de su padre, ha sido convertido en panteón para albergar los cuerpos de aquellos que han muerto por su culpa; y el burlador dialoga con el escultor, que ha venido a instalar sobre las tumbas las esculturas de cada una de las víctimas. No se han conservado los diálogos buñuelescos de este encuentro, que culmina con los sarcásticos versos de Don Juan: “No os podréis quejar de mí / vosotros a quien maté; / si buena vida os quité / buena sepultura os di.” El conjunto de estatuas en la escenografía permitió trocar “el panteón” en “el Partenón” (quizás por el mucho mármol que había en la escena), y como elementos chuscos debe advertirse que el escultor llevaba en manos una linterna y un plumero, no sabemos con qué objeto; y Don Juan, además de espada, llevaba una máquina de escribir portátil, “para redactar misivas amorosas”.
También se conservan fotos de la puesta en escena que, en 1924, hizo en la Residencia. Buñuel actuó nuevamente el papel central y en esta ocasión Salvador Dalí fungió como su rival amoroso. El título de la representación fue esta vez «La profanación de don Juan».
Sobre la curiosa incorporación de objetos anacrónicos en la obra, podemos apuntar que quizá era el germen de una idea que sistematizaría más adelante. El año anterior, 1923, Buñuel había desertado de sus estudios de biología para dedicarse en cambio a los de literatura, bajo la guía de Américo Castro. Empezó a publicar poesías y textos breves en las revistas Horizontes y Alfar. Uno de ellos se titula «Tragedias inadvertidas como temas de un teatro novísimo», donde propone volver la vista hacia los objetos inanimados, que seguramente “nos darán amplios temas gracias a su tremenda y compleja psicología, aún tan sin estudiar”.[6] Así, refiere las tragedias de un pañito de gamuza que le hacía compañía, platicándole historias ininteligibles con su lengüita de trapo hasta que, arrebatado por un huracán, muere ahorcado en los cables de telégrafo; de una pipa robada que le chamusca las narices a su raptor o de una pijama que se suicida en solidaridad con sus compañeros, fallecidos en el incendio del almacén en que coexistían.
¿Se trataba de una broma? Quizás, pero hay que advertir cuán cerca se encuentra su planteamiento del dictum de Lautreámont sobre la belleza: “Es el encuentro fortuito de una máquina de coser y un paraguas en una mesa de disección”, que sirvió a los surrealistas para provocar imágenes poéticas lo mismo en la literatura que en la gráfica (gracias a los collages, como los de Max Ernst) Ni qué decir de Buñuel, que en su cine se sirvió ampliamente del recurso: véase si no el uso que le da a la cuerda con que brinca la niña en Viridiana, que atraviesa toda la película: lo mismo en el cinturón que detiene los harapos de un mendigo, la cuerda con que atan a la protagonista para violarla y aun el lazo que le sirve de soga a don Jaime para ahorcarse.
Bohemia parisina
En 1924 Buñuel se licencia en Filosofía y Letras, con especialidad en Historia, y al año siguiente se traslada a París para ingresar a la Academia de Cine. Le llaman para dirigir en Ámsterdam la puesta en escena de El retablo de Maese Pedro, de Manuel de Falla.[7] El éxito de la representación le confirma su vocación por las artes representativas y les dedica gran parte de su tiempo. En el cine, como aprendiz del oficio al lado de directores como Epstein y Jacques Feyder, formando a la vez un grupo de actores aficionados con los que improvisa ejercicios teatrales en el café Select de Montparnasse, que era habitual de los círculos del surrealismo. El local también era frecuentado a altas horas de la noche por opiómanos y homosexuales, hecho que no molestó a la improvisada compañía teatral, de la que formaban parte Federico García Lorca, Augusto Centeno, Hernando Viñes y Joaquín Peinado. [8]
De la única representación de que se tiene memoria es de un Hamlet, escrito al alimón por Buñuel y su amigo Pepín Bello. La obra, en cuatro muy breves actos, desarrolla muy libremente la estructura del Tenorio de Zorrilla, más que la de la tragedia shakesperiana. En la primera parte los antagonistas, Hamlet y Agrifonte, se disputan los favores de la mora Margarita, de parecida manera a como lo hacen don Juan y don Luis Mejía por el honor de Doña Ana, en la primera parte del Tenorio. En el último acto, que se desarrolla también en un cementerio, aparece el Espectro del padre de Hamlet, como el del Comendador en el dramón decimonónico.
Por lo demás, prácticamente no hay un argumento; y los personajes “…suelen más bien intercambiar diálogos absurdos o presenciar acciones fantásticas, como aquella en que las sombras de los personajes masculinos son azuzadas por sus dueños para que “riñan metafísicamente” entre sí por el amor a Margarita, hasta que la sombra de Hamlet ladra a la luna, ahuyentándola y un huracán sin piedad se las lleva, quedando los protagonistas desposeídos de ellas, ya que, se dice, ‘La muerte es más ligera que el sueño’, parodiando así el dictum de Lorca – Dalí: ‘La sangre es más dulce que la miel'».[9]
Para uno de los biógrafos de Buñuel, el australiano John Baxter, era “un enloquecido y absurdo ejercicio basado en el estilo de Max Linder y Douglas Fairbanks, quienes parodiaban temas clásicos mezclándolos con la tecnología contemporánea: el Hamlet de Buñuel fuma cigarrillos y manda telegramas… La inventiva de Buñuel se agotó pronto. Llegó al cuarto acto, pero, en total, la pieza apenas daba para más de media hora de interpretación y, para entonces, su bombardeo de chistes ya había acabado con la paciencia del público». [10]
Es una lástima que el texto de marras no se encuentre disponible. Quizás algún día sea rescatado, para contar con más información sobre la obsesión buñueliana por el Tenorio. De cualquier modo este esfuerzo queda como un importante antecedente del teatro surrealista español, al que tan decididamente contribuiría García Lorca con su obra El público.
Un Tenorio mexicano
Tan enraizada tenía la figura del burlador de Sevilla que, además de recitar de memoria toda la obra, como comentaba Buñuel a su amigo Rubia García, frecuentemente organizaba en su casa reuniones, en las que pedía a sus invitados masculinos acudir disfrazados como su ícono favorito. [11]
Más aún: organizó varias representaciones públicas de la obra, de cuyo número y circunstancias hay datos imprecisos, de acuerdo a los distintos testimonios que se conservan. Él mismo declaró que “Ya no volvería a dirigir teatro más que una sola vez, en México, mucho después, hacia 1960”,[12] pero otros testimonios lo corrigen.
En 1954 Enrique García Álvarez dirigió una representación de Don Juan Tenorio a beneficio del Sanatorio Español de México, contando en el papel de don Juan con el mismísimo Buñuel, y como don Luis Mejía, su amigo Luis Alcoriza.[13] Vale la pena consignar que García Álvarez se inició en el teatro en la compañía de Margarita Xirgú. Exilado en México, debutó en el cine con la cinta El barbero de Sevilla, de Fernando Soler (1941), y en 28 años de carrera participaría en más de setenta películas, generalmente en papeles episódicos. Rodó bajo las órdenes de Buñuel las cintas Ensayo de un crimen, Simón del desierto y El ángel exterminador, interpretando en esta última el papel del doctor Roc, rol que le valiera la Diosa de plata como mejor actor secundario.
La puesta en escena mereció el siguiente comentario del diario Excélsior de México: “Nunca hasta hoy se había presentado la ocasión para que un grupo de artistas se reunieran gentilmente para interpretar, por el gusto de hacerlo, el inmortal y tradicional drama de don José Zorrilla, Don Juan Tenorio. Pero ahora, escogiendo el escenario del suntuoso nuevo Teatro Fábregas los más notables actores, actrices, escenógrafos, directores y modistas de nuestro medio teatral y cinematográfico se agrupan para realizar el mejor Tenorio de todos los tiempos”.[14]
De otra parte, es cierto que en 1960 Buñuel se atrevió a repetir el montaje: “Tuvo la idea de que entre los amigos hiciéramos el Tenorio en un teatro, y se entusiasmó de tal modo que no paró hasta llevarlo a cabo. Dejó cuanto estaba haciendo y se dedicó con alma y vida a llevar la idea a buen fin. Sin que nadie le discutiera se dio el papel de gran factótum y empezó a llamar a amigos y repartir papeles… A Buñuel no le gustaban las interpretaciones modernas del Tenorio. Quería todo a la manera clásica… Él tenía su Tenorio en la cabeza y a él se refería siempre». [15]
“Allá por el sesenta –recordaba Buñuel– representamos el Tenorio en el Teatro Fábregas un grupo de refugiados. Fenómeno. Yo no quería hacerlo más que tres días, pero fueron tres días de llenos a reventar. Se empeñaron en seguir, y al cabo se dieron siete representaciones”.[16] En otra oportunidad agregó: «A causa de la aglomeración, se rompieron las vidrieras del teatro. Ganamos cuarenta mil pesos, que nos gastamos en una fiesta que para que te cuento. Todavía nos repartimos mil pesos cada uno: Alcoriza, Bravo, Fontalans, que hizo los decorados, y unos cuantos más. Yo ya estaba sordo, y azarado. Alcoriza me tenía que dar de codazos para recordarme mis bocadillos”.[17]
El elenco de estas representaciones fue el siguiente: Carlos Navarro (don Juan), Luis Alcoriza (don Luis), Rafael Baledón (Ciutti), Luis Buñuel (don Diego); Alicia Caro (Doña Inés), Eduardo Ugarte (Centellas), Julio Villarreal (El escultor), Lilia Michel (doña Ana), Consuelo Monteagudo (Brígida), Enrique García Álvarez (don Gonzalo) y Julio Alejandro (Alguacil 1º). En algunas representaciones hubo ciertas substituciones: Antonio Bravo (don Juan), Lilia Prado o Silvia Derbez (doña Inés) y Fernando Galeana (don Luis). La escenografía, muy elogiada, fue de Manuel Fontanals.
El enigma de Hamlet / don Juan
Hasta aquí la cónica, pero regresemos al terreno de las conjeturas. ¿Qué había en Don Juan Tenorio, que lo hacía tan atractivo para Buñuel? Sería vano tratar de psicoanalizar a Buñuel, sin la capacitación necesaria y en ausencia del sujeto, pero quizá la siguiente anécdota arroje alguna luz sobre el asunto:
A finales de abril del año veintitrés Buñuel se encontraba en Madrid, cuando le fue notificado que la enfermedad de su padre podría tener un mal resultado. Regresó a tiempo para recoger sus últimas palabras, y más tarde refirió así su experiencia:
Yo quería a mi padre, pero había cierta rivalidad entre nosotros…Velándolo, a su lado, nervioso, empecé a beber coñac los dos días que duró en agonía, hasta que murió… Cuando esto sucedió, tenía un Cristo en el pecho y yo lo veía respirar. Yo decía “Bueno, es una alucinación”. Yo cabeceaba un poco para conciliar el sueño… Y en eso oí en el comedor, que era la habitación contigua, un ruido de sillas, como alguien que pasa rápidamente entre obstáculos. Y me asusté un poco “¿Quién anda ahí?” pregunté. Y de pronto apareció mi padre en la puerta del comedor, mirándome de una manera muy agresiva, los ojos saltones, las manos como garras dirigidas hacia mi cara. Me llevé un susto tremendo. En la casa había mucha gente. Les dije “Tuve una alucinación, se me ha aparecido mi padre. Sé que es el coñac y me encuentro bien, pero tengo miedo”.
A día siguiente me acosté otra vez en el cuarto donde había muerto mi padre. Serían ya las tres de la mañana, y volvió. La puerta se abre y otra vez mi padre, de la misma manera agresiva, se lanzó contra mí. Di un grito y entonces vinieron a mi cuarto. «¿Qué pasó?» Digo “Otra alucinación. Déjenme. Váyanse y déjenme solo”. Me dormí. Y a la noche siguiente dormí en la cama donde había muerto mi padre. Tomé un revólver de él y dormí con el revólver bajo la almohada. No apareció nadie más…[18]
Atando cabos, tenemos que la parte del Tenorio que más le gustaba representar era la última, la de su encuentro con el convidado de piedra; que en la adaptación que hace de Hamlet, da la coincidencia de que el espectro del padre se aparece al hijo, pidiendo venganza y que ambas escenas se asemejan a una experiencia real.
No diremos más. Quien sí lo hace es uno de sus biógrafos, Agustín Sánchez Vidal, que afirma: Lo que más le atraía del tratamiento que le había dado Zorrilla a la leyenda donjuanesca era el conflicto con el padre, trasunto del pavor que el poeta vallisoletano sentía hacia su progenitor…Este sería el tema central del Tenorio. No el amor, sino la búsqueda del perdón, que sólo puede otorgarle esa imponente y pétrea masa del Comendador». [19]
Notas
[1] Max Aub. Conversaciones con Buñuel. Aguilar, S. A. de ediciones. España, 1985.
[2] Cit. por Agustín Sánchez Vidal. El mundo de Luis Buñuel. Caja de Ahorros de la Inmaculada, España, 1993.
[3] Carta a Francisco Rabal. Cit. en Agustín Sánchez Vidal. Ibid.
[4] Luis Buñuel. Mi último suspiro. Plaza & Janés, Barcelona, 1982,
[5] Poblete. La Orden de Toledo. En la revista electrónica Cultura y Ocio. https://es.paperblog.com/la-orden-de-toledo-2372604/ Consultada el 10 de diciembre de 2017.
[6] Luis Buñuel. Tragedias inadvertidas… en Escritos de Luis Buñuel. Instituto de estudios turolenses, Madrid, 2000.
[7] Ver, en estas páginas, mi artículo El Quijote de Luis Buñuel.
[8] Agustín Sánchez Vidal. Buñuel, Lorca, Dalí: El enigma sin fin. Editorial Planeta, España, 2004.
[9] Ibid.
[10] John Baxter. Luis Buñuel. Una biografía. Paidós. España, 1996.
[11] Carta de Buñuel a José Rubia Barcia (15/5/47), en Con Luis Buñuel en Hollywood y después. Ediciones do Castro, 1992. Cit. en https://lbunuel.blogspot.mx/2014/08/luis-bunuel-y-don-juan-tenorio.html
[12] Luis Buñuel. Mi último suspiro. Plaza & Janés, Barcelona, 1982
[13] Julio-José Rodríguez Sánchez. Enrique García Álvarez a la luz de Buñuel. En la revista Nickelodeon, nº 13, España, invierno de 1998.
[14] Ibid.
[15] Agustín Sánchez Vidal. El mundo de Luis Buñuel. Caja de Ahorros de la Inmaculada, España,1993.
[16] Luis Buñuel. Mi último suspiro.
[17] Max Aub. Conversaciones con Buñuel, Aguilar, 1985
[18] Max Aub. Conversaciones con Buñuel. Aguilar, S. A. de ediciones. España, 1985.
[19] Agustín Sánchez Vidal. El mundo de Luis Buñuel. Op. cit.