Ante mis ojos se diluía un muro de concreto. La historia del libro se perdía en las páginas que mis manos dejaban de tocar. El agua me acariciaba las botas. La brisa marina se adhería a mi ropa. Y tras una ventana nublada, el mar más azul nacía.
Las botas cafés de mi sueño escapaban fácilmente y la arena suave y cálida tocaba la planta de mis pies. La mirada se me extravío en los cinco o seis tonos que oscilaban entre el azul marino y el verde botella. No me explicaba por qué me encontraba en una playa, pero veía y oía cada ola, cada silencio, cada pisada de mar.
— ¿Un puro, señorita? —Mire qué bonito caracol y escúchelo cantar — Decían los vendedores en la playa.
Una mujer tranquila, sentada en un camastro, perdía sus pensamientos en la inmensidad del agua. Una pareja vestida de blanco me pidió retratarlos y les tomé una fotografía mientras ellos caminaban de la mano a la orilla de las olas.
No me imaginaba tanta paz, esa que se nos escapa frente al monitor. No creía que este país tendría un rincón con tanta belleza, nunca pensé que mi onírico momento me llevaría a una playa caribeña.
Que mis botas citadinas aparecerían en la playa más linda de México fue un inesperado regalo de mi mente. Y mientras despertaba frente al muro de concreto, con el mismo libro en las manos, me preguntaba, qué estoy haciendo aquí.