Decía José Alfredo Jiménez: “No vale nada la vida, la vida no vale nada, comienza siempre llorando y así llorando se acaba”. Pero estaba equivocado. En esa y en muchas otras de sus canciones, auténticos “misterios llorosos” de la teología mexicana. (“Yo sentí que mi vida, se perdía en un abismo, profundo y negro, como mi suerte…”, “porque sé que de este golpe ya no voy a levantarme…”, “nada me han enseñado los años, siempre caigo en los mismos errores…”).
Extrañamente, parecemos asumir que las desgracias son propias de nuestra tierra, como si Dios hubiera elegido el fragmento de planeta entre nuestras fronteras para depositar todas las dolencias y todas las imposibilidades del universo. Esa falacia ha mantenido la cohesión nacional alrededor del sufrimiento y las excusas. “No podemos, porque somos mexicanos”. Por eso cultivamos la lástima y volcamos nuestra identidad en asumir nuestro minimizado destino.
¿Y si de pronto ganamos?
Veo, sin embargo, la foto que engalana este artículo: Perla Bustamante al final de su prueba de 100 metros en los Juegos Paralímpicos de Beijing, con las manos extendidas para festejar su triunfo, extendidas ante el gozo infinito de una victoria obtenida a pulso, para mostrar que los límites se eligen de manera personal y voluntaria. Veo a Perla con el rostro adornado por una sonrisa y compruebo que a este país le hace falta sonreír, especialmente cuando se tienen motivos de este tamaño. Por eso, la foto merece una mención especial, porque necesitamos vernos como un país de triunfos, como una colectividad que no solo lucha (“hicimos nuestro mejor esfuerzo”) sino que además gana, como esta impresionante atleta de Chihuahua, quien perdió la pierna hace diez años y, lejos de reconocer su incapacidad, encontró sus fortalezas. Necesitamos descubrirnos haciendo las cosas bien y no lamentando nuestra mala suerte. Necesitamos creer que podemos para poder lo que creemos.
El éxito tiene un precio muy alto: trabajo. Mucho trabajo, una colegiatura más cara que refugiarse en los lamentos. Pero no se requiere una estructura genética específica o un acta de nacimiento determinada, sino una cultura que alimente los esfuerzos y no las limitaciones, una cultura que exija y premie el trabajo, que gratifique a los que trascienden y no construya catedrales a la justificación.
No somos un país de perdedores. Sí somos, sin embargo, una sociedad que apapacha a los perdedores. Alguien, alguna vez, inculcó en muchos de nosotros el defecto (que no es hábito) de tolerar al exceso las explicaciones de por qué no se pueden hacer las cosas, y no hemos sido capaces de encontrar un antídoto.
Sin embargo, olvidaron inyectar este virus en Lorena Ochoa, Fernando Valenzuela, Mario Molina, Julieta Fierro, Teodoro González de León, Cristina Pacheco, Samuel Ruiz, Alejandro González Iñárritu, Julieta Venegas, Carlos Santana… por mencionar algunos; la lista es larga. Ellos dejaron de creer en que los mexicanos estamos “jodidos, pero contentos” y encontraron más satisfacción en la sonrisa del trabajo bien hecho que en la mueca de la imposibilidad.
La foto que inicia este artículo merece un marco porque puede, como muchas otras imágenes, ayudarnos a construir una religión. Una religión de un sí en lugar de una de un no, que nos ayude a creer en nosotros. Como Perla, con el rostro eufórico de quien se sabe capaz de sobreponerse a una existencia cuesta arriba; como sus puños cerrados agarrando la vida; como sus dos piernas, ambas reales, ambas de ella, en el aire por su voluntad de no permanecer ancladas en la discapacidad; como su ejemplo ante el que no debemos fingir olvido. Por eso queremos homenajearla pero también vernos en ella y empezar a olvidar la frase que de manera voluntaria hemos hecho un himno nacional. La frase del “no se puede”.