Tengo en las manos un billete de cien pesos. Del fondo crema, sobresale un rostro adusto y dibujado con tinta roja. Cejas pobladas, prominente nariz aguileña, ceño fruncido, labios carnosos, bigote y barba incipientes. Lleva una especie de corona y grandes orejeras. Abajo, su nombre: Nezahualcóyotl.
Cada día, desde octubre de 1994, billetes como este van y vienen, entran y salen e, incluso, se escapan de la cartera, pasan de mano en mano y forman parte de millones de transacciones comerciales. No obstante, rara vez nos detenemos a verlos a menos que intentemos probar nuestra visión de lince leyendo el poema del príncipe texcocano: “Amo el canto del cenzontle / pájaro de cuatrocientas voces…”. Sin embargo, Patrick Johansson, académico del Instituto de Investigaciones Históricas de la UNAM, sostiene que se trata de una atribución errónea. De modo que los versos más conocidos de Nezahualcóyotl, quizá no sean de él.
Esto es menos escandaloso de lo que parece, ya que en la mayoría de los textos críticos sobre literatura náhuatl –entre los que destacan los de Brigitta Leander y Miguel León Portilla– se explica la dificultad para realizar atribuciones debido a que su flor y canto (In xochitl in cuicatl) –hermosa metáfora con la que se designa a la poesía– era producto de la tradición oral, generalmente de creación colectiva y con fines ceremoniales. En su elaboración intervenían muchas manos, el cuicapiqui o inventor del tema; el cuicano, compositor del texto y música; cuicaito, el recitador, entre otros. Muchos tlatoanis fungieron como cuicapiqui, es decir, sus sabias palabras fueron recogidas en cantos y danzas que se transmitieron de generación en generación. Es posible que este fuera el caso de Nezahualcoyótl.
La poesía náhuatl fue compilada y transcrita a escritura alfabética por los misioneros durante la conquista espiritual, más de medio siglo después de la muerte del más célebre poeta mesoamericano. A pesar del celo con el que los cuicalli o casas de canto cuidaban que no se alterara una sola palabra de los versos, es lógico pensar que con el paso de los años y su posterior traducción al español, los poemas sufrieron algunos cambios. Desde luego los códices fueron de gran utilidad para la preservación y el estudio de la literatura prehispánica, pues en ellos se consigna a los autores que hoy conocemos, la fecha en que fueron compuestos y la ocasión para la que fueron recitados; además de que los jeroglíficos daban pautas para ayudar a la memoria de los lectores. Por su parte, León Portilla apunta a que la flor y el canto era considerado un organismo vivo y que los sabios podían adaptar las palabras de sabiduría a la ocasión del discurso. Escribe: “la esencia de la antigua palabra siempre se preservaba. La sabiduría y los símbolos registrados en los libros estaban en el pensamiento y en la boca de quien hablaba. En verdad, la antigua sabiduría se había concebido no como una flor seca sino como una que se abría una y otra vez bajo los rayos del sol”.
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