María Sabina come sus pares de niños santos. El enfermo también los come. La velada comienza. Siempre se cura de noche. En la habitación hay velas, imágenes de santos, un par de petates, una mesa, dos sillas y no mucho más. A veces se utiliza también San Pedro (tabaco molido y mezclado con cal). María chifla, canta y baila. Soy mujer que llora. Soy mujer que chifla. Soy mujer que hace tronar. Las cositas hablan a través de la sabia, le van mostrando qué decir. Sabina se eleva más allá de los cerros tutelares, más allá de los truenos, más allá de los cielos, al lugar de los dioses. Nuestra mujer de las alturas. También están San Pedro, San Pablo, todos los santos. Está Dios Cristo. María sigue cantando, palabras de un Lenguaje destinado solo a unos cuantos, a los más sabios. Oye voces que le hablan. Ah, nuestro Jesucristo. Nuestra mujer santo. La mazateca desciende a las más oscuras profundidades, a los reinos del mal, a las aguas rastreras. Busca entre las sombras y el silencio, ahí donde se agazapan todas las enfermedades. Va protegida. Que se quite la enfermedad. El polvo, el remolino de polvo. Baila Flor de naranjo, el jarabe mazateco. Los santitos le ordenan chupar la enfermedad. Ella succiona desde donde se encuentra, sin que sea necesario siquiera tocar el cuerpo enfermo. Porque soy el agua que mira. Porque soy la mujer de la medicina. Luego, María Sabina vuelve. El enfermo ha sanado.
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