¿No se te ha ocurrido preguntarte qué y cuánto comían nuestros antepasados, el gusto con el que le “entraban” a la comedera y el “sin cuidado” que tenían por los excesos gastronómicos en una época donde los triglicéridos no existían, no se dormía con pesadillas causadas por el exceso de colesterol y el niño sano era, precisamente, el niño gordito? Pues bien, rescatamos algunos fragmentos de “Memorias de mis tiempos”, una sabrosa e interesante crónica escrita por Guillermo Prieto (1818-1897) a mediados del siglo XIX, donde el gran periodista (que, evidentemente, no procedía de una familia de escasos recursos) viaja por un día alimenticio en aquella incipiente República que aún tenía tiempo –entre comida y comida– para declararse una guerra civil o defenderse de cuanto extranjero intentó (con éxito o sin él) apropiarse del territorio mexicano. Disfruta el recorrido.
Memorias de mis tiempos (fragmento)
“Al despertar nos esperaba, si no es que iba a sorprendernos en la cama el suculento chocolate, en agua o en leche, sin que pudieran darse por excluidos los atoles, como el champurrado, el antón parado, el chile atole, ni el simple atole blanco acompañado de la panocha amelcochada o el acitrón.
El chocolate debía de ser de tres tantos: uno de canela, uno de azúcar y uno de cacao, sin ayuda de bizcocho o de yema de huevo. De cuando en vez, el desayuno se engalanaba con café con leche, tostadas y molletes; bizcochos, huesitos de manteca, hojuelas, tamalitos cernidos y bizcochos de maíz cacahuatzintli.
Almorzábase a las diez, asado de carnero o de pollo, rabo de mestiza, manchamanteles, calabacitas, adobo o estofado, o uno de los muchos moles o de las muchas tortas del repertorio de la cocinera, y frijoles.
Veces había que aparecía en la mesa una circular o empedernida tortilla de huevos; eran como de lance los huevos estrellados o revueltos y los tibios solían recomendarse a los enfermos o a los caminantes.
Si alrededor de las once de la mañana llegaba una visita, se le obsequiaba – siendo señora– con vinos dulces: Málaga, Pajarete o Pedro Ximénez, con sus correspondientes puchas, rodeos, mostachones, soletas y tiritas de queso fresco. Los señores se conformaban con vino llamado catalán o judío.
Fungían para bebidas, para gente muy principal, el vino tinto cascarrón; para el común de mártires el pulque y para la plebe infantil el pulcre o el agua.
La comida entre una o dos de la tarde se componía de caldo, con limón exprimido y chile verde estrujado; sopas de arroz o de fideo, tortilla, puchero con todos sus adminículos, es decir: coles y nabos, garbanzos, ejotes, jamón y espaldilla, etc., etc. No se desdeñaba el turo, la torta cuajada, las patas de cuñete, los guajolotes rellenos y deshuesados, estos últimos obras de arte de las cocineras de alta escuela.
Un chocolate entre cuatro y cinco de la tarde engañaba el apetito: algo de merienda servía como de refrigerio después del Santo Rosario, y la cena a las diez de la noche despedía a la gula con el indispensable asado con ensalada y el mole de pecho tradicional”.