La capital de los mexicanos es tan entrañable como incomprensible, enfundada en una máscara de luchador o en danzas prehispánicas junto a Catedral.
Ciudad de México, recinto de alta tecnología que, sin embargo, sigue escribiendo cartas en la Plaza de Santo Domingo; capaz de beberse un lago y de dar de comer a millones; uno de los pocos sitios que puede presumir de tener un “sórdido encanto” y una pluralidad que no se encuentra fácilmente en el planeta. Compleja, a ratos lamentable, es una deliciosa tentación que nos ata y nos impide abandonarla.
Cincuenta imágenes son sólo una de las infinitas maneras en que se puede relatar a esta inconmensurable ciudad.
Polanco. Una ventana a la luz que permite ver la vida con tranquilidad en el espejo de agua del Parque Lincoln.
El árbol de la noche triste. Extraño vínculo con un pasado de mil noches tristes. Abandonado en Popotla, su tronco calcinado aún asegura que ahí lloró Cortés.
Alameda del Sur. Tratando de abrir espacios para respirar, este parque es una alternativa real para caminar y para enamorarse.
Mercado de flores de Jamaica. Museo de colores que se mantiene desde los tiempos cuando se llegaba en barca desde diversos puntos del lago ya inexistente.
Barrio Chino. A dos calles de la Alameda, abierto a la fiesta del dragón y a la comida exótica. Una puerta mexicana a la cultura oriental y la comida china.
Palacio de los Deportes. Con su armadillo de cobre, ahí se concentra el deporte, la música y la velocidad; uno de los más grandes espacios deportivos del planeta.
Cuicuilco. Ahogado en piedra del Xitle, este extraño montículo circular, hogar de los primeros chilangos, convive defendiendo la piel con el tráfico y los comercios.
Bellas Artes. El sueño afrancesado del Porfirismo que se ha convertido en el centro innegable de nuestra cultura. Por aquí pasan aquellos que pueden ser considerados verdaderos artistas.
Ciudadela. Del infausto recuerdo de la Decena Trágica al balanceo del danzón dominical, esta plaza es inconfundible, pese a que le hemos escatimado su importancia.
Xochimilco. Una de las cartas fuertes, personalísima y diferente de esta enorme ciudad- museo. Para muchos, el rostro de México. Las chinampas, la música, la calma y el escándalo, el amor en trajinera.
Chimalistac. Un rincón fuera del mundo que recibe su nombre del “lugar donde se talla la pierda de sacrificios”.
Transporte urbano.
Mover gente en números exorbitantes, reducir trayectos, hacer la ciudad más amable, más vivible. El nuevo rostro del transporte es ahora naranja.
Cineteca Nacional. Tarde de cine, de noviazgo con palomitas, de apertura a las expresiones cinematográficas del mundo.
Centro Nacional de las Artes. De genial arquitectura, es el lugar donde la cultura emergente está más viva.
Tráfico. El enemigo indeseable y cercano, el caótico mensaje de que somos demasiados. Cada esquina, cada calle, la aventura del inmovilismo.
Calle Tacuba. Pocas calles podrían pelearle el derecho de ser camino de la historia de la ciudad y de hospedar lo mejor de nuestro arte mientras nos consiente en tiendas de antiguo y restaurantes deliciosos.
Casa de los Azulejos. Una joya del barroco novohispano y una de las paradas indispensables en el recorrido por el Centro Histórico de la Ciudad de México.
Central de Abasto. Modernidad que aún grita “Llévelo, llévelo”. “Va el golpe”. “Pásele marchanta”.
Bosque de Tlalpan. Cada madrugada, los atletas no se conforman con sufrir la ciudad y salen a recorrer la piel del bosque y a disfrutar los amaneceres que huelen a pino. Un espacio que es un verdadero tesoro.
Feria de Chapultepec.
El arte de divertirse sufriendo, el sitio ideal para irse “de pinta” a ligar. Mareándose también se divierte uno.
Dulceria Celaya. Filigranas de azúcar, bolitas de tamarindo, rompope “de los de antes”, dedos de novia…
Lagunilla. La vida de ayer, puesta en vitrina, para que puedas comprar un teléfono inútil y una fotografía diluida de Pancho Villa. El tiempo detenido, para ofrecerse al coleccionista y al curioso.
Taquerías. Todo cabe en una tortilla, desde chapulines hasta cachetes de res, pasando por el suadero, el bistec y la barbacoa. ¿Qué sería del mexicano sin un buen lugar de tacos?
Cerro de la Estrella. Por millones, cada Semana Santa, la gente viene al cerro a ver morir a Cristo, nuevamente. Y el pueblo se disfraza para perpetrar la fiesta y mostrarle al mundo dónde queda Iztapalapa.
Iglesia de la Santa Veracruz. A punto de caer, nuestra inclinada “Torre de Pisa” se sostiene casi flotando en un terreno fangoso. Hay que visitarla, junto a la Alameda.
Danzantes. Lenguajes antiguos amalgamados con tradiciones superpuestas y oraciones a los múltiples dioses nacionales que se disputan a los feligreses. Todos, a ratos y en las ceremonias, queremos ser hijos de Cuauhtémoc.
Hemiciclo a Juárez. Nuestro gobernante indígena, con cara de pocos amigos, mira pasar la vida en la avenida que lleva su nombre (como tantas cosas en este país).
Museo del Cárcamo de Chapultepec. Extraño pueblo que pone a uno de sus grandes pintores a decorar la zanja por la que vimos desangrar a la ciudad.
Coyoacán. La historia pasa por éste, uno de los más tradicionales pueblos que se tragó la ciudad.
Tianguis Cultural del Chopo. Más que un tianguis, un museo vivo.
Desierto de los Leones. Uno de los pulmones de esta ciudad que alberga al monasterio de los carmelitas descalzos.
Santa María la Ribera. Una extraña joya acomodada en lo que fue el primer fraccionamiento moderno de la Ciudad.
Ex Convento de Culhuacán. Es uno de los únicos edificios construidos a principios siglo XVI en la Ciudad de México.
Garibaldi. Siempre acompañados por la música de José Alfredo, de Cuco, del “Flaco de Oro”, caminar por esta plaza es sentirse conquistador enamorado, dispuesto a invertir la vida por llevar una serenata.
Panteón de San Fernando. El hogar eterno de lo que, alguna vez, fue la élite de esta ciudad, el Panteón guarda restos de grandes personajes.
Palacio Nacional. La historia concentrada. La construcción, los salones, los murales, todo habla de lo que somos.
Viveros de Coyoacán. Un rostro verde de la ciudad. Hogar de ahuehuetes, ardillas, aprendices de torero y corredores.
Garibaldi. Siempre acompañados por la música de José Alfredo, de Cuco, del “Flaco de Oro”, caminar por esta plaza es sentirse conquistador enamorado, dispuesto a invertir la vida por llevar una serenata.
Panteón de San Fernando. El hogar eterno de lo que, alguna vez, fue la élite de esta ciudad, el Panteón guarda restos de grandes personajes.
Iztacalco. Es la delegación con más alta densidad en la ciudad y una muestra simbólica de lo que es el DF.
Reforma. Abierta para un efímero emperador, hoy es la Avenida más hermosa del país y, sin duda, la más importante.
Plaza de la Solidaridad.
Tras el sismo del 85, entre las ruinas, surgió
la Plaza para reconocer
el potencial de los mexicanos para darnos en la desgracia.
Chapultepec. Lugar donde Moctezuma tomaba baños. Hoy hospeda un museo, un zoológico, un lago, el latir de México.
Sala Nezahualcóyotl. Un enorme núcleo cultural, de visita indispensable.
Templo Mayor. Recuerdo en piedra de un pasado, donde la Coyolxauhqui resucitó de entre los muertos.
Santa Fe. El “Disneylandia” de los arquitectos mexicanos.
Catedral y Bicitaxis.
Recorre el centro en un vehículo alternativo y asómate al templo más importante de la fe novohispana.
Rotonda de los Personajes Ilustres. Reunidas, una centena de las grandes personalidades de nuestro país residen en la rotonda, decorada con obras de arte poco conocidas.
Parque Hundido. Ideal para tomar un respiro, frente a la avenida más larga del planeta, el parque presume su enorme reloj floral.
Teatro de la Ciudad. Un teatro pequeño pero hermoso donde se pueden apreciar las obras “casi en familia”.
Plaza de las tres culturas. Tres culturas constructivas y tres momentos históricos fundamentales en la vida de la ciudad. Hoy, además hospeda actividades culturales de la UNAM.