Entiendo que debe ser muy difícil eso de trabajar de heroína o de héroe: tantas victorias que obtener, tantas derrotas a las cuales sobreponerse, tantas frases célebres por pronunciar, tantas calumnias que desmentir, tantas tentaciones que evitar para mantener el prestigio… Es más, hasta saber que probablemente los maten para darle más valor a su heroísmo y aún así seguir cargando el papel y el porte de héroe… Definitivamente, parece ser un empleo complejo, tal vez por eso no hay muchos. Pero, y no lo digo por aguafiestas o por estar en contra de que los hayan puesto todos “enmarmolados” a media calle o en una plaza para vigilar a los enamorados furtivos, ¿no les iría bien una sonrisita de vez en cuando? ¿Será que a nuestros gobernantes les gusta mostrarnos imágenes sobrias, autoritarias e inflexibles, que no toleran discrepancias? ¿O los escultores han considerado por siglos la felicidad y el heroísmo como características mutuamente excluyentes y no muestran en sus obras los mejores momentos del homenajeado? ¿O cobrarán más caro a medida que el rostro de la celebridad es más adusto?
¿No lo han notado? Pareciera que a los héroes no les gusta sonreír, que olvidaron esa sana costumbre de relajarse, dejar de sentirse importante por un momento y soltar una breve mueca o una franca carcajada, nada más porque sí. A nuestros próceres quizá les pareció demasiado mundano eso de la risa, demasiado pueril, y prefirieron inspirar un miedo respetuoso (o un respeto miedoso) en quienes paseamos por las calles nacionales con aspiraciones más simples, entre ellas, no ser cagados por las palomas como les sucede con ingrata frecuencia a dichos monumentos.
Nuestras estatuas, sólidas e inexpresivas
Salí a las calles en busca de héroes felices y me encontré un enorme conglomerado de monumentos insípidos y más bien feos, que tal parece que reniegan de su suerte eterna anclados al pavimento, convertidos en simples referencias geográficas: “a tres cuadras de la cabeza de Juárez”; “a la izquierda de la estatua de Zapata, junto a la farmacia”; “si llegas al Monumento a Cuitlahuac, ya te pasaste”. Los resultados de la investigación no causan risa.
Ahí está, para empezar con una muestra, el Hemiciclo de Avenida Juárez de nuestra ciudad capital, donde nadie está feliz, ni nuestro Benemérito, ni el ángel, ni la victoria a su lado… Es comprensible, con tanto calor, ruido, manifestaciones, tráfico, aburrimiento. ¿Cuántos años llevarán allá arriba? Pero tal vez nadie les avisó que diariamente serían observados por millones de mortales de acá abajo, quienes seguramente quedaremos convencidos que ser héroe es complicadísimo y tal vez por eso se nos quiten las ganas de intentarlo.
Más allá, rígido como tótem, está don Lázaro en el Eje Central. Lo mismo. Es cierto que la obra se parece mucho al original, que no era precisamente un cascabel, pero ¿por qué le hacen eso? La fundición también fragua con un gesto feliz, no se requiere el insípido rostro que le colgaron al “Tata”. ¡No hay que ser!
Y no sólo ellos. ¿Han visto a los llamados Indios Verdes (se cree que son Tizoc y Ahuizotl)? Quizá estén cansados porque los han traído de aquí para allá, desde La Calzada de la Viga hasta Reforma, pasando por su hoy desaparecida glorieta al final de Insurgentes, para acabar arrumbados a los lados de la estación del metro que lleva su nombre. Tal vez en este caso se justifique su seriedad, preocupados porque mañana los manden a Chalco o por los rumbos de La Marquesa donde hace demasiado frío para sus limitadas vestimentas. O la de Cuauhtémoc, quien tuvo que soportar por años el cruce de las dos principales avenidas capitalinas, antes de ser removido al grito de “hágase un tantito pa’allá”, todo por agilizar el tránsito, con lo que nuestro adalid nacional sucumbió al progreso y se retiró más cerca de Colón para dejar su lugar a un grupo rotatorio de policías quienes mantienen la misma cara enojada de la estatua mientras utilizan frenéticamente su silbatito para demostrar que sí son de carne y hueso.
Podemos seguir. ¿Se han dado una vuelta por el monumento a los Niños Héroes? Da miedo. ¿O el de Cristobal Colón, que debería estar muerto de la risa por haber cometido una de las pifias más grandes de la historia al encontrarse un continente? Todos son huraños.
Y no sólo en la Ciudad de México. Acomodado en la punta de Janitzio, sin sonreír, pese a la vista tan bonita que tiene del Lago de Pátzcuaro, Morelos parece lo que es, un hombre de piedra. O el Pípila en Guanajuato, preocupado por los siglos de los siglos por que no se le apague la antorcha o el Monumento a Carrillo Puerto en el Paseo Montejo en Mérida o tantos otros… Por donde le busquen, siempre los encontrarán de mal humor.
El que se ríe, pierde
Podríamos aceptar que, por tratarse de acero, cantera, roca o granito, la dureza de esos materiales debería reflejarse en las obras, pero no es el caso, ya que sucede lo mismo en la pintura. ¿Han visto el mural de Hidalgo en Guadalajara, pintado por José Clemente Orozco? Seguramente el gran muralista supuso que ser el “Padre de la Patria” pondría tanta carga sobre el héroe de Corralejo que decidió mostrar la que no era su mejor cara, porque dicen los que de esto saben que don Miguel era de un carácter más jovial y risueño. O doña Josefa, quien al parecer era una mujer encantadora y amante de las tertulias y sin embargo aparece en los cuadros como una matrona alérgica a la alegría, muy parecida a los prefectos de disciplina de ciertas escuelas que se ganan el empleo por el rostro. Vamos, hasta a Sor Juana la vemos en los cuadros desconfiada y lejana, como si tuviera que entrar al metro en hora pico. No es justo.
Creo que, al hacerles una estatua, alguien se vengó de nuestros próceres y los alejó de la gente “de diario” que aspira a reflejarse en ellos. O ese alguien interpreta el humor y la sonrisa como un defecto inexcusable que devalúa nuestro trabajo. De ahí que proponen que todo tenga que ir acompañado de un halo huraño y acartonado. Las razones de fondo, quizá, se esconden sin embargo en la frase atribuida a Camilo José Cela: “La solemnidad es símbolo de subdesarrollo”.
Si usted planea ser un héroe, de esos que se merecen 214 calles con su nombre y una estatua en algún parque nacional y en seis glorietas, le recomendamos que en su testamento exija para su monumento un sitio sin palomas, una mirada tranquila y las facciones relajadas. Como Buda. Me encantan las estatuas de Buda: descamisado, sonriente, desparpajado, sin tensión. Un gordito simpático que por su imagen podría ser el Santo Patrono de camioneros y choferes de microbús que motiva una sabrosa cercanía, sin que por eso pierda un ápice de su celebridad o su trascendencia. Él si la goza, hasta en sus estatuas. Ser Buda se antoja un poco más. Creo que debe saberse muy buenos chistes.