Hace unos días se difundió una noticia sorpresiva: el tradicional Teatro Blanquita llegaría a su fin. Sin saber exactamente los detalles ni los motivos que orillan a los dueños a tomar esta decisión, parece ser que no sólo cerrarán las puertas, sino que también caerán los muros. Existe la posibilidad de que este peculiar espacio cultural sea demolido para dar paso a un moderno centro comercial.
Hasta el momento, se conoce que las dos empresas que manejaban el local dejarían de hacerlo “por así convenir a sus intereses”. Después se supo que tanto el manejo como el mantenimiento del teatro resultan demasiado costosos: renta, luz, agua y nómina son incosteables ante una triste realidad: por muy diversas razones, el gran público mexicano no suele acudir al teatro. Al menos ya no. Las dos mil 244 butacas del Blanquita rara vez se llenaban, así que pagar alrededor de 500 mil pesos de renta mensual por el inmueble dejó de ser negocio desde hace mucho tiempo.
Pero dejemos a un lado, al menos por ahora, los lamentos, las denuncias y las predicciones (pues es previsible que la presión social salve al recinto), y concentrémonos en algo más: el lado sabroso de la historia de uno de los teatros más emblemáticos de la Ciudad de México: el Teatro Blanquita, heredero natural de uno de los espectáculos más recordados de la primera mitad del siglo XX: las carpas mexicanas.
Por principio de cuentas, hay que decir que la historia del teatro en nuestro país está íntimamente ligada con la historia general de nuestro pueblo. Uno de los primeros métodos de evangelización de los frailes españoles fue precisamente la representación de pequeños pasajes bíblicos o sobre la vida de algún santo, aunque hablando estrictamente, las raíces del teatro nacional son aún más profundas y se encuentran en el México prehispánico.
El teatro en la época novohispana fue vigoroso, abundante y rico, y ahí están Sor Juana y Juan Ruiz de Alarcón para demostrarlo. Sin embargo, fue en la época de la Independencia cuando sucedió uno de los fenómenos que explican la importancia histórica del Blanquita: desde mediados del siglo XVIII, el teatro se convirtió en algo exclusivo para ricos. Un lugar no para acudir a disfrutar de una buena historia, sino un sitio obligado donde los ricos debían ser vistos. En buen mexicano, diremos que se trataba de un espacio para ir a farolear. En efecto, la brecha social se hizo más amplia gracias al teatro.
Por aquellos tiempos, las obras, sin importar que trataran sobre Europa o sobre América, ni mucho menos que los actores fueran nacidos en estas tierras, solían ser interpretadas con el seseo clásico del acento español peninsular. Se trataba de lo culturalmente correcto. En esta época, los pobres, que siempre han sido mayoría, no tenían cabida en estos recintos.
Durante la guerra de Independencia, la vida en los teatros disminuyó notoriamente, aunque, cuando los aires artísticos retomaron su vuelo, se afianzó la zarzuela, que mucha importancia tuvo en nuestro naciente país.
Desde entonces, y hasta los albores de la Revolución, siguió existiendo una constante que se consideraba culta y apropiada: el seseo en la pronunciación actoral. Tomando en cuenta que durante el Segundo Imperio y el porfiriato gran parte de la inspiración artística y social venían precisamente de Europa, no resulta extraño adivinar que el teatro seguía siendo de propiedad exclusiva de los ricos.
Gran parte de la vida social sucedía sobre los escenarios de teatros como el Colón, el Lírico, el Principal y el Hidalgo. Pero también abajo, entre las butacas, donde sucedían los grandes chismes, las conspiraciones y los amoríos más relevantes que después trascendían a la vida política del país. No fue extraño, entonces, que como parte de las celebraciones del centenario de la Independencia, el viejo general Díaz ordenara la construcción de un nuevo Teatro Nacional, que terminaría siendo el Palacio de Bellas Artes.
En 1902 se creó la Sociedad de Autores Dramáticos y con esto un teatro nacional, con temáticas propias y mucho más cercano a una convulsionada situación social, comenzó a nacer.
Durante la revolución, la actividad teatral disminuyó severamente. Aunque la violencia en la capital del país fue prácticamente limitada a los hechos de la Decena Trágica, en el resto del país el panorama se nubló. Sin trenes (utilizados para mover federales o revolucionarios) resultaba imposible realizar giras teatrales. Los escritores y dramaturgos no dejaron de escribir, pero el teatro, como industria, se vio obligado a hacer un doloroso paréntesis.
Cuando la actividad artística volvió a moverse, y aunque retomó algunos de sus viejos aires, fue notorio que la situación ya no sería la misma. No tardó mucho para que, curiosamente, el ser actor dejara de ser glamoroso. Tanto se desprestigió esta noble vocación, que los nuevos aristócratas solían tratar a los actores con menosprecio y a veces, incluso, con asco.
Esto se debió, tal vez, a que, el teatro perdió su exclusividad, su brillo y su lujo, y lo hizo de una manera tajante que no permitía vuelta para atrás: se popularizaron las carpas. Salvador Novo lo dijo así: “El pueblo empezó a erigir carpas y a nacer en ellas, y en los teatros de barriada, el género frívolo político”.
Aunque ya existían desde antes, fue durante la Revolución cuando explotaron. Si la alta sociedad tenía los grandes teatros a su servicio, la gente común —el pueblo, el peladaje— tuvo por primera vez la oportunidad pública de recrearse, divertirse, burlarse y criticar a los gobiernos gracias precisamente a las carpas.
Estos espectáculos ambulantes —a la usanza de los circos, pero muchos más modestos— se montaban y desmontaban con rapidez. Ofrecían, en tres tandas por un boleto, música, canto, baile, imitaciones, chistes, magos, vocabulario secreto (albures y majaderías) que se decían con gusto a grandes voces. Si las primeras dos tandas eran familiares, la tercera era exclusiva para los adultos, pues se trataba de un espectáculo de mujeres con poca ropa.
A las carpas acudía el mecapalero, el azucarillero, el pastelero, el cancionero, el tapicero, el roto, el vecino, el militar, la prostituta, el sacristán, el maestro, el músico, el poeta, el bolero, el pelado, el pedante, el chafirete, el proletario, el aristócrata, las gatas, el pachuco, el burócrata y hasta uno que otro presidente disfrazado para no ser reconocido.
Un universo entero se tejió debajo de las lonas. Un universo que dio vida a personajes tan importantes para la cultura popular como Beristáin, la Rivas Cacho, el Panzón Soto, el Pato Cenizo, María Conesa, Lupe Inclán… y después a la primera camada de cómicos que trascendieron a nivel nacional gracias al cine: Schilinsky, Cantinflas, Manuel Medel, Joaquín Pardavé… y enseguida a todos los demás: Clavillazo, Resortes, el Harapos García, Manolín, Polo Ortín, Amparito Arozamena, Óscar Pulido, Delia Magaña, Anabelle Gutiérrez, Enrique Herrera, y el rey indiscutible de las carpas: Jesús Martínez Rentería, Palillo.
Gracias a las carpas, nacieron el teatro frívolo, el teatro de revista y las caravanas artísticas, de donde siguieron emanando una gran cantidad de actores, cómicos, comediantes, músicos y compositores tan diversos como Tin Tan, Piporro, Mantequilla, Borolas, Álvaro Carrillo, María Victoria, Toña La Negra, Viruta y Capulina, Sergio Corona y Alfonso Arau… y una lista sin final. El viejo seseo, a imagen y semejanza de la pronunciación española, que durante tanto tiempo se consideró elegante, se convirtió en estos lugares en motivo de burla al caricaturizar al gachupín tonto, peludo y dueño de alguna tienda de barrio o de una cantina de mala muerte. En resumen, nació el estereotipo del clásico gallego de los chistes.
Gracias a las carpas, el teatro finalmente había llegado al pueblo, lo cual no significó la extinción del teatro culto, al contrario, pues tomó inusitada fuerza gracias a la incansable actividad de grandes maestros de la talla de María Teresa Montoya, Virginia Fábregas, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen, Rodolfo Usigli, José Gorostiza, Salvador Novo, etcétera.
Una de estas populares carpas se montó en un terreno que tenía amplia historia. En ese lugar, alguna vez existió un mercado de artículos de segunda mano, una estación de ferrocarril que fue usada por Carlota y Maximiliano a su llegada a la ciudad, y el Circo-Teatro Orrim, que durante el porfiriato gozó de gran fama gracias a los espectáculos internacionales que presentaba, entre ellos, la actuación del payaso inglés Richard Bell.
En 1948, y luego de permanecer baldío durante algunos años, el matrimonio formado por la tiple Margo Su y el actor Félix Cervantes levantaron en el sitio una carpa de madera y lona con capacidad para mil 300 personas, y lo hicieron del mismo modo en que se construyó la Arena Coliseo: gracias al dinero ganado en la Lotería Nacional.
La carpa se llamó Teatro Salón Margo e inmediatamente se convirtió en uno de los lugares más populares de la ciudad. Por este escenario desfilaron prácticamente todos los actores y cantantes de la época. Fue precisamente aquí donde se dieron a conocer María Victoria, Clavillazo y Marco Antonio Muñiz.
Demolida en 1958 por órdenes del regente de hierro, Ernesto P. Uruchurtu, sus dueños aprovecharon la ocasión para construir algo más duradero: un verdadero teatro, de cemento y varilla, perfectamente equipado y digno para recibir a las miles de personas que quisieran divertirse. Así nació el Teatro Blanquita, llamado así en honor a la hija de aquellos dos empresarios: Blanca Cervantes, la actual dueña del lugar.
La inauguración, en 1960, corrió a cargo de Libertad Lamarque y Adalberto Martínez, Resortes, entre otros artistas.
Desde entonces, y con mayor fuerza durante la década de los ochenta, los espectáculos de revista se intercalaron con conciertos, obras infantiles y espectáculos familiares en general. Uno de los últimos deseos de Vitola, por ejemplo, era montar, precisamente aquí, un espectáculo de humor y baile junto a su gran amigo Resortes. No lo logró.
Será una más de las tantas historias que se quedarán inconclusas si se concreta la demolición de este lugar.