A veces la vida nos hace un guiño delicioso, como si quisiera reconciliarse con nosotros, y nos envía algún ser lleno de luz para mostrarnos que las cosas siempre pueden ser mejores. Eso aconteció hace 85 años, cuando nació un hombre espectacular: Ernesto de la Peña Muñoz.
Como pocos sabios, este gran maestro logró poner de acuerdo a casi todos en que su ausencia le duele a este país, necesitado de seres de bien, sencillos, inteligentes, que puedan generar un sincero orgullo y un respeto profundo. Los homenajes a Don Ernesto –si no multitudinarios pues, lamentablemente, una enorme parte de nuestra sociedad no sabe lo que ha perdido con su partida– muestran que se trataba de un excepcional mexicano de clase y alturas universales.
Ernesto aprendió a leer en griego a los seis años y se siguió hasta llegar a 33 idiomas, muchos de ellos hoy extintos: latín, ruso, sánscrito, griego, chino, arameo… su rostro hablaba de paz, de inteligencia, era la imagen perfecta de la sabiduría. Amante de leer en sus versiones originales a grandes autores como Dostoievski, Virgilio, Racine, Rilke, se convirtió en traductor de los Evangelios directamente del griego y de grandes autores como Valéry, Anaxágoras e Hipócrates. Escritor, poeta, filólogo, comentarista de muy diversos temas, amante de la ópera y del vino, erudito, De la Peña recibió, unos días antes de volverse eterno, el Premio Internacional Menéndez Pelayo. Pese a su enorme carga de sabiduría, fue un hombre sencillo que nunca presumió de sus conocimientos ni se volvió soberbio, pecado tan común entre especialistas mucho menores.
Se puede resaltar mucho sobre De la Peña: su gusto por el arte, por la buena comida, por el trabajo radiofónico, por la divulgación, por leer textos antiguos y contemporáneos. Era un hombre versátil. Fue miembro de número de la Academia Mexicana de la Lengua; miembro correspondiente de la Real Academia Española; miembro de Seminario de Cultura Mexicana; entre los mayores reconocimientos que recibió están el Premio Nacional de Ciencias y Artes, el Premio Internacional Alfonso Reyes y el Premio Xavier Villaurrutia; dirigió el Centro de Estudios de Ciencias y Humanidades de la Fundación Telmex y pese a su estado de salud seguía trabajando, escribiendo ensayo y novela, además de no dejar las traducciones.
Fallecido en septiembre de 2012, Ernesto de la Peña dejó a la cultura en cierta orfandad, esa que puede cubrirse, pero no sustituirse. Esperamos que sus homenajes no disminuyan y que, en un futuro muy próximo, pueda ser trasladado a la Rotonda de las Personas Ilustres, sitio que tiene muy bien merecido.