En los cuentos existen breves historias, cada una, definida por los rasgos de la pluma que la escribe detrás. Algunos cuentos tienen el olor a tierra mojada, otros, el sabor del color amarillo. Y cada uno, en particular, es una joya por ser descubierta.
Hace algunos días, la literatura se enfrentó a la pérdida de un contador de historias. Uno que también fue maestro, soldado, actor. Uno que escuchaba y dibujaba los sonidos de las lenguas indígenas como el zapoteco en sus obras. Uno que sabía calcar la historia profunda por medio de lo más cotidiano. Sin duda, hablo de Eraclio Zepeda.
El cuentista chiapaneco dejó un legado literario importante, desde la obra poética, hasta el teatro. Recuerdo que mi primer acercamiento fue con un cuento, “El muro”, específicamente. En este se relata la historia de un fragmentado matrimonio entre el cual se construye, literalmente, un muro. La construcción del espacio en esta obra resulta mi elemento predilecto. Pareciera que la narración se da en la sala de una casa, pero, casi imperceptiblemente, nos traslada a la profundidad de una selva.
La gran aportación de Eraclio Zepeda no se encuentra solo en contar historias, sino en haber sabido usar las palabras adecuadas, los sonidos correctos, las voces precisas e indudablemente, los silencios perfectos. El mundo literario se despide de un gran escritor, mas, le da la bienvenida a una obra, por sí misma, invaluable.
Pudo comprobar que una vez atravesado el túnel, el río no desembocaba al otro lado de la muralla sino que, mediante un caprichoso meandro, penetraba en la sala cercenando a través de la ventana que él dejara abierta aquella noche del desastre…
Fragmento de “El muro”.
ZEPEDA, Eraclio. Asalto nocturno, “El muro”. México: Joaquín Mortiz, 1974.