En Teotihuacan se han encontrado dos grandes monolitos: el primero, de poco más de tres metros de altura y tres toneladas de peso, en perfecto estado de conservación, se exhibe en la sala de Teotihuacan en el Museo Nacional de Antropología; el segundo se encuentra en el sitio arqueológico, pesa seis toneladas aproximadamente, tiene casi dos metros de altura y presenta daños que le hicieron perder rasgos antropomórficos. Ambos monolitos son de andesita y sus características sugieren una relación con las diosas del agua, la tierra y la fertilidad, representaciones lunares.
El primer monolito, identificado como la Chalchiuhtlicue, se cree que estuvo en la pirámide de la luna y permaneció escondido por siglos en una hondonada de la zona arqueológica hasta el año de 1864, cuando se le puso de pie revelando su figura femenina bajo las órdenes de Maximiliano de Habsburgo.
La Chalchiuhtlicue ha tenido una vida muy diferente a la del segundo monolito que aún permanece en Teotihuacan: de máxima imagen sagrado pasó a ser un ídolo profanado, fue mojonera durante la Conquista, una demostración del avance de las desaparecidas civilizaciones prehispánicas en la Ilustración, objeto de especulaciones disparatadas entre los viajeros románticos del siglo XIX, instrumento de los positivistas para definir un sistema de medidas y de identificación racial, objeto de creencias esotéricas por parte de la gente, y finalmente, un bien patrimonial que se atesora en un museo.
El arqueólogo Leonardo López Luján se pregunta el significado de este y otros monolitos que se han encontrado y que conforman parte de la identidad y el prestigio de la nación; un sentimiento de orgullo, de un país heredero de grandes civilizaciones. Los dos monolitos son reflejos parciales imperfectos, testimonios de otro tiempo que sigue interesando y consternando a un público numeroso, tanto de México como de otros países.