El pasado 20 de agosto, el INAH hizo público uno de los descubrimientos más relevantes de los últimos años. Se trata, sin duda, de la noticia arqueológica más destacada del momento: el hallazgo del gran tzompantli de México-Tenochtitlan.
Fue en la calle de República de Guatemala, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, y a dos metros de profundidad, donde se localizó una sección de una plataforma de 45 centímetros de altura, trece metros de largo y seis de ancho. Se trata, en palabras del arqueólogo Raúl Barrera, de “un muro de tezontle con un recubrimiento de estuco y piso de lajas, orientado de norte a sur, que presentaba mandíbulas y fragmentos de cráneos dispersos sobre la plataforma, [además de] un elemento circular elaborado de cráneos humanos unidos con argamasa, de los cuales preliminarmente pueden observarse 35, pero consideramos que deben ser muchos más”.
Este descubrimiento nos permitirá profundizar nuestro conocimiento sobre la cultura mexica, pero, sobre todo, volver tangible algo que antes conocíamos solamente por medio de dibujos, códices, cartas y crónicas de los conquistadores españoles. Sin embargo, para entender la relevancia de este afortunado descubrimiento, lo primero que debemos respondernos es ¿qué es o qué era un tzompantli?
La palabra proviene de los vocablos nahuas tzontli, que significa cabeza o cráneo, y pantli, hilera o fila. Literalmente puede traducirse como “hilera o muro de cráneos”. Se trataba de una especie de altar, generalmente de poca altura, pero realizado exprofeso para causar impacto, pues en una base de piedra se hacían agujeros (de entre 25 y 30 centímetros de diámetro) para clavar postes de madera, los cuales sostenían travesaños del mismo material. En estos maderos horizontales se ensartaban las cabezas recién cortadas de quienes habían sido sacrificados. Se debe aclarar que ésta no era una práctica exclusiva de los mexicas, se conocen monumentos similares en prácticamente toda mesoamérica. Algunos de los más notorios se encuentran en Tula, Tlalnepantla, Oaxaca, Guatemala y en la ciudad de Chichén Itzá.
Otra aclaración que resulta pertinente: los sacrificios humanos tenían una finalidad ritual. No debemos perder de vista que esta clase de acciones estaban muy alejadas del simple y llano salvajismo. Para los mexicas en particular, toda muerte en sacrificio era una ofrenda para determinado dios. Por ejemplo, la sangre (esa “agua preciosa” o “agua florida”) estaba destinada al sol, pues era su combustible: gracias a la sangre, el gran astro podía realizar su movimiento diario a lo largo del cielo. La sangre también era el mejor regalo que el ser humano podía brindarle, pues todas las noches perdía gran cantidad de ella en los feroces combates que libraba en contra de sus hermanos, la luna y las estrellas. La sangre, pues, era una ofrenda útil que buscaba preservar la vida.
Sin embargo, estas estructuras tenían además otra función muy práctica y visible: servían como advertencia. Como las víctimas de los sacrificios eran generalmente esclavos o guerreros capturados en combate, un tzompantli era también una señal de amenaza: “esto es lo que les espera a nuestros enemigos, a quienes se atrevan a desafiarnos”. Se trataba de un monumento destinado a causar horror.
Así como el tzompantli no era de uso exclusivo de los mexicas, esta clase de señales de advertencia tampoco tuvieron su origen en nuestro continente. Solamente como referencia, recordemos el empalamiento: un método de ejecución en el cual, la víctima era atravesada por una larga y filosa estaca de madera. La estaca se encontraba clavada al suelo, de modo que el cuerpo, luego de ser penetrado de lado a lado, era abandonado en el lugar donde permanecía a la vista de todos, principalmente de los enemigos.
Tan antiguo es este castigo que sus primeros vestigios conocidos datan de entre 1873 y 1780 a.C., con el imperio asirio. Posteriormente, entre los siglos VI y V a.C., el rey persa Darío I lo utilizó eficazmente en contra de los babilonios. Sin embargo, su más famoso exponente, y sin duda el más cruel de todos ellos, fue Vlad Tepes (1431 – 1476), un príncipe rumano que llegó a empalar a 23 mil de sus enemigos en un solo día. Campos cubiertos de sangre; estacas que exhibían en estado de descomposición a los adversarios del príncipe. Vlad Tepes fue, desde luego, el personaje histórico en el que Bram Stoker se basó para escribir su novela Drácula.
Regresando a la historia de nuestro país, no extraña, entonces, que las crónicas de Hernán Cortés y Bernal Díaz del Castillo hablen de miles de cráneos ensartados. ¿Qué tantos miles? Veamos. Cuando finalizó la construcción del Templo Mayor de Tenochtitlan, Ahuízotl, su gobernante, ordenó realizar una serie de sacrificios en honor a Huitzilopochtli. Durante tres días enteros – según las propias crónicas – pudieron verse filas interminables de prisioneros que eran conducidos a la cima del templo para que les fuera extraído el corazón. Algunos conquistadores españoles aseguraron que hubo hasta ochenta mil sacrificados.
Otro cronista español que habló sobre la existencia del tzompantli (“torre de ciento trece gradas”, le llamó) fue el soldado Andrés de Tapia. Sobre él debemos decir que su objetividad no fue precisamente la mejor, pues claramente buscaba exaltar las cualidades de Hernán Cortés para convertirlo en una especie de hombre mito. La prueba más fehaciente es el título con el que bautizó a su obra: Relación de algunas cosas de las que acaecieron al muy ilustre Señor Don Hernando Cortés, Marqués del Valle, desde que se determinó a ir a descubrir tierra en la tierra firme del mar océano.
Esto dijo De Tapia: “estaban frontero de esta torre, sesenta o setenta vigas muy altas, hincadas, desviadas de la torre cuanto un tiro de ballesta, puesta sobre un teatro grande hecho de cal y piedra, y por las gradas, muchas cabezas de muertos pegadas con cal y con los dientes hacia fuera […] Contamos los polos que había y, multiplicando por cinco cabezas cada palo, de los que entre viga y viga estaban, [contamos] ciento treinta y seis mil cabezas, sin [considerar] las de las [otras] torres”.
Según otras fuentes españolas, al momento del arribo de los conquistadores, el tzompantli mayor de Tenochtitlan ostentaba cerca de sesenta mil cráneos. Las cabezas solían colocarse en los maderos gracias a perforaciones en las sienes. A veces se les arrancaba la carne, a veces se colgaban con la piel y el cabello intactos. Esto último sucedió con algunos de los españoles y sus caballos, cuyas cabezas formaron parte del tzompantli como una clara advertencia.
Otro de los personajes que habló de este gran monumento fue Bernardino de Sahagún, aquel fraile franciscano que para escribir su obra utilizó a una serie de informantes (quienes, además de mexicas, eran sabios y, muchos de ellos, trilingües). Sahagún aseguró que existían siete tzompantlis en la ciudad, cada uno de ellos dedicado a una deidad diferente.
Ante este escenario que puede parecer de una barbarie suprema, nunca está por demás recalcarlo cuantas veces sea necesario: entre los mexicas, los sacrificios humanos tenían un fin noble, pues era la manera en la que ayudaban al sol a seguir existiendo y, con ello, a preservar toda la vida en general. Los sacrificios humanos – la sangre, el corazón como ofrendas – tenían un propósito de bien.
Aunque ya se conocían algunos tzompantlis elaborados en piedra (en el Templo Mayor podemos apreciar el más famoso de ellos) la relevancia del actual descubrimiento es que se trata del tzompantli principal, del huey (gran) tzompantli, edificado durante la sexta etapa constructiva del Templo, entre los años 1486 y 1502. La mayor parte de los cráneos encontrados hasta ahora – informan los arqueólogos – pertenecieron a hombres jóvenes, pero también hay algunos de mujeres y niños.
Otro de los aspectos clave para comprender la relevancia de este encuentro es que se tienen ya localizadas las ubicaciones exactas de prácticamente todos los edificios que se levantaban dentro del recinto sagrado de Tenochtitlan. El centro de la ciudad era un terreno con forma cuadrada, que además estaba amurallado. Dentro, se habían construido cerca de 14 edificios, como la Casa de las Águilas, el templo de Ehécatl, el calmécac o escuela para jóvenes pertenecientes a la nobleza, el juego de pelota, el coacalco o recinto donde colocaban los dioses de las naciones vencidas, y desde luego el Templo Mayor y el tzompantli. Con cada descubrimiento, nuestro mapa de la antigua urbe se vuelve más completo.
Pero tal vez la importancia mayor radique en un hecho simbólico: cuando los conquistadores españoles tomaron la ciudad, comenzaron a destruirla, a desmontar piedra por piedra sus grandes construcciones y a enterrar bajo metros de tierra la memoria de las victorias pasadas. En pocas palabras, trataron de borrar el pasado. Sin embargo, el tiempo nos demuestra que la grandeza no puede ser olvidada, y hoy, cinco siglos después, continúa emergiendo aquella esplendorosa ciudad que Hernán Cortés trató de sepultar.