Después de viajar y trabajar por muchos lugares del mundo, en agosto de 1940, Pablo Neruda llegó a la Ciudad de México como cónsul general de Chile. Aquí vivió hasta agosto de 1943. Y, tal vez, después de España, México haya sido el país que más profundo se le grabó en el corazón.
En ese mismo 1940, el gran poeta latinoamericano, escribió “México”:
México, de mar a mar te viví, traspasado
por tu férreo color, trepando montes
sobre los que aparecen monasterios
llenos de espinas,
el ruidoso veneno
de la ciudad, los dientes solapados
del pululante poetiso, y sobre
las hojas de los muertos y las gradas
que construyó el silencio irreductible,
como muñones de un amor leproso,
el esplendor mojado de las ruinas.
El poema forma parte del libro Canto general, un canto a América Latina; a Chile, por supuesto, pero también a Brasil, Perú, Cuba, Ecuador, Bolivia, Paraguay, Puerto Rico y México. Es un canto a la tierra y a la historia, a los grandes personajes y a los campesinos del día a día, a la naturaleza, a la libertad y los paisajes, a la belleza y a la vida. La vida tanto americana, como la suya propia. Es un poema autobiográfico donde Neruda narra sus viajes y pasiones. Aunque existen poemas sobre México en otros libros como “Serenata de México”, en Memorial de Isla Negra, la mayoría están en Canto general.
Neruda tiene una visión sobre México que abarca desde los comienzos. Así, por ejemplo, en “La lámpara de la tierra” escribe sobre la creación del mundo tarahumara, sobre los sacrificios aztecas, sobre el universo purépecha:
muchedumbre de pueblos
tejían la fibra, guardaban
el porvenir de las cosechas,
trenzaban el fulgor de la pluma,
convencían a la turquesa,
y en enredaderas textiles
expresaban la luz del mundo.
Algunos otros son: “Llegan al mar de México” (A Veracruz va el viento asesino. / En Veracruz desembarcan los caballos. / Las barcas van apretadas de garras / y barbas rojas de Castilla.), “Cortés” (Cortés recibe una paloma, / recibe un faisán, una cítara / de los músicos del monarca, / pero quiere la cámara del oro, / quiere otro paso, y toda cae / en las arcas de los voraces.), “Cholula” (En Cholula los jóvenes visten / su mejor tela, oro y plumajes), “Cuauhtémoc” (Ha llegado la hora señalada / y en medio de tu pueblo / eres pan y raíz, lanza y estrella), “A Emiliano Zapata con música de Tata Nacho” (Zapata entonces fue tierra y aurora. / En todo el horizonte aparecía / la multitud de su semilla armada.), “A Silvestre Revueltas, de México, en su muerte” (Cuando un hombre como Silvestre Revueltas / vuelve definitivamente a la tierra, / hay un rumor, una ola / de voz y llanto que prepara y propaga su partida.) y “En los muros de México”, con éste último se despide de nuestro país:
Aquí termino, México,
aquí te dejo esta caligrafía
sobre las sienes para que la edad
vaya borrando este nuevo discurso
de quien te amó por libre y por profundo.
Adiós te digo, pero no me voy.
Me voy, pero no puedo
decirte adiós.
Porque en mi vida, México, vives como una pequeña
águila equivocada que circula en mis venas
y sólo al fin la muerte le doblará las alas
sobre mi corazón de soldado dormido.