La primera vez que platiqué con Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor, mejor conocida como Elena Poniatowska (o “Poni” para los cuates), fue hace poco más de un año, en enero de 2014, en su casa de Chimalistac en la Ciudad de México. Rodeados de nochebuenas y aproximadamente 12,000 libros, conversamos acerca de su vida y obra, de las anécdotas de una Ciudad de México en pañales y de la gran urbe donde ahora no cabemos, donde a diario nos hacemos un huequito para convivir, aunque sea en la estación del metro Balderas un viernes de quincena.
Afuera sopla el aire de invierno, sin duda, una buena taza de café calienta el alma de cualquiera, pero no el de Elena. Por naturaleza, ella se sabe feliz y se siente dispuesta a contestar todo tipo de preguntas. No en vano a diario acepta entrevistas, contesta algunas llamadas telefónicas de “quién sabe quién”, e incluso, recibe estudiantes que preguntan cualquier babosada que tienen de tarea. Esta vez el tema fue política y hasta ahí me detengo. No quiero comenzar a hablar de barbies descontinuadas o chaparros autoritarios, mucho menos de peinados de copete o de “orejas de ratón Miguelito”, como ella las llama.
Con una sonrisa pícara, Elena vuelve a tomar su taza mientras acaricia a Monsi y yo a Váis, dos de sus gatos que juntos llevan el apellido de su fallecido amigo, el escritor y cronista Carlos Monsiváis. Son las seis de la tarde y la parroquia de San Sebastián Mártir comienza a replicar las rutinarias campanadas. Solo un camino empedrado separa la casa de la autora de La Noche de Tlatelolco de la pequeña iglesia del barrio de Coyoacán.
Elena parece hacer memoria y estar inspirada. Clava su mirada en el ejemplar de Rondas de la niña mala que traigo conmigo, se trata de un libro inclasificable de voces ingenuas venidas de lejos. Un libro que relata los primeros dolores, indiscreciones y crueldades sin reglas de una niña en su infancia. Campanada tras campanada, Poniatowska sonríe y sin cesar recorre las páginas ilustradas con obras de su entrañable amiga, Leona Carrington.
–¿Me regala una dedicatoria?, –me apresuro.
–Claro, pero déjeme decirle: es usted muy divertido. ¿Cómo se llama?
–José Luis.
Firma.
Finalizada la entrevista, Elena se relaja y sigue platicando. No lleva prisa y ofrece más tazas de café. Monsi tiró el azucarero, ya es la segunda vez ¿o tercera? que lo hace. Ahora habla de grandes colegas y amigas, menciona a Denise Dresser, Marta Lamas, Consuelo Sáizar. Pide que le baje un libro tras otro, me muestra las dedicatorias que le han escrito y me pide que las lea. Cortas y largas. Recordar es volver a vivir, pienso. Es hora de irme pero no quiero. Ahora me muestra fotos de sus hijos y de un instante a otro se invierten los papeles. Estira su mano. Un libro de firmas de sus amigos.
–Ahora es su turno, –dice.
Firma.
Elena vuelve a mirar hacia arriba tratando de encontrar algo que ni ella misma sabe qué es, como si buscara una mirada, o como si encontrara consuelo en la nada. He detectado ese gesto un par de veces.
–¿En quién cree Elena Poniatowska? –pregunto finalmente y cortando de manera instantánea cualquier pensamiento de la periodista.
–Creo en los jóvenes. Creo en mi madre que fue extraordinaria. Creo en Jesusa Palancares, que fue una soldadera que participó en la Revolución Mexicana, y a quién la Revolución no le dio absolutamente nada. Creo en una serie de cosas que, desgraciadamente, no se han cumplido.
¿Será que “ningún tiempo mexicano se ha cumplido aún”, como dice Carlos Fuentes? Necesito otra taza de café.