Diversidad, extraña palabra. Tolerancia, aún más extraña. La primera se usa comúnmente para hablar de naturaleza, de animales de zoológico, de climas, pero en raras ocasiones va dirigida a comportamientos humanos, a grupos sociales, a aquello que, de manera equivocada, llamamos razas (sin reconocer que la raza humana es una sola). La segunda está relacionada con soportar, con aguantar a los demás, más ligada a paciencia que a respeto y aceptación, como si se tratara de una concesión otorgada al otro, siempre desde la superioridad de quien la concede. Son dos palabras que, en nuestro país, presentan grandes retos, aunque a veces nuestra postura –de dientes para afuera– sea ejemplar. Pero estamos en el siglo XXI, habría que aprender a usarlas (y aplicarlas) a menudo, porque cada vez es más evidente la presencia de la primera y la necesidad de la segunda.
Aquel comentario antiguo de Fulano, Zutano, Mengano y Perengano con que nos referíamos a un grupo de personas diferentes, hoy es mucho más complejo, tal vez deberíamos decir Fulano, Paisano, Vegano y Afgano, más real, pero también más difícil de digerir.
Como una explosión de colores y sabores, la sociedad ha migrado y la diversidad se encuentra presente en todos los aspectos de nuestra vida. Existe la diversidad de género, la diversidad religiosa, la alimenticia, la lingüística, la política… ¿Finalmente hemos dado el paso para comprenderlo, para ver la igualdad de derechos en la variedad de comportamientos y de características? ¿Reconocemos como iguales a quienes optan por otra religión, por otro género? ¿Hasta dónde esa tolerancia que todos aseguramos utilizar se mantendría en caso de que alguien de la familia decidiera establecer relación con un musulmán, con una persona del mismo género, con alguien con alguna discapacidad?
En la simplicidad de la pregunta existe, sin embargo, la enorme complejidad de la respuesta, cuando ésta se relaciona personalmente con nosotros. Porque, hasta hace poco, nuestra nación era prácticamente monolítica y poseía una sola religión, se reconocía un solo idioma y era muy escasa la presencia de personas de diferente pigmentación de piel. En apariencia, era más sencillo. Pero nos llegó la modernidad, con poca o nula preparación para un país de machos, de católicos, poco acostumbrados a notar las diferencias que, sin embargo, estaban ahí, escondidas o disminuidas por las burlas o las agresiones. Pero hoy, aunque el catolicismo integre al 82 por ciento de la población, según el último censo, el INEGI registra, al menos, 250 categorías religiosas y se reconocen 364 variantes lingüísticas solo entre nuestras comunidades indígenas. La nueva realidad es sorprendente.
Pero en los comportamientos, en las actitudes reales, seguimos atados al confort del pasado. Y eso se refleja, entre otros espacios, en el lenguaje. ¿Recuerdas estas frases? “Es de diferente código postal”, “hasta en los perros hay razas”, “negra color de llanta”, “pinches gachupines”, “¡aguántese, maricón!”, “trabajar como negro para vivir como blanco”, “pareces vieja”, “cuatro ojos”, “lloras como nenita”, “mujer que no la hace de tos, es hombre”, “gordo como vaca”. Y brincan los chistes sobre yucatecos, sobre gallegos, sobre judíos, sobre cojos, porque para crear barreras nos pintamos solos, aunque nos cueste reconocer en esto una profunda intolerancia.
Así que dejemos los discursos, las frases célebres para la inmortalidad en redes sociales, y asomémonos a nuestro comportamiento diario, aquel que surge con los cuates, en el trabajo, en los desayunos, en la escuela. Encontraremos otra película, la imagen real que aún requiere ser modificada, en beneficio de todos porque todos, en una u otra forma, todos somos diferentes.