Mentiras blancas (White Lies/Tuakiri Huna book, 2013) representa el inesperado regreso a la dirección cinematográfica de la mexicana Dana Rotberg. Se trata de su primer largoametraje en más de una década, luego de la cinta Otilia Rauda (2001), así como de su primera película producida en Nueva Zelanda, su país adoptivo. Rotberg, quien había decidido abandonar el cine para entregarse completamente a la maternidad, retorna con un filme que representa una suerte de culminación tanto de sus preocupaciones artísticas como de su doble condición de madre e inmigrante. Mentiras blancas, basada en la historia Medicine Woman del neozelandés Witi Ihimaera, retrata la relación entre tres mujeres de antecedentes muy diferentes pero igualmente marcadas por el trauma de la colonización.
Paraiti (Whirimako Black), una de las últimas curanderas maorí de su estirpe, pasa sus días atendiendo malestares menores pues “la ley del hombre blanco” ha impuesto la medicina occidental como el nuevo estandarte. Su lánguida rutina es alterada por la despectiva ama de llaves Maraea (Rachel House), quien actúa en favor de su ama, una acaudalada mujer blanca llamada Rebecca Vickers (Antonia Prebble). Luego de enfrentarse a la muerte de la madre maorís en las incapaces manos de un grupo de malévolas enfermeras, Paraiti decide acceder a las demandas de Rebecca: la vieja curandera acepta ayudarle a librarse de un embarazo extramarital. El proceso, advierte Paraiti, será prolongado y doloroso.
Lo que acontece entre estas tres mujeres es un choque de culturas e identidades: una dama elitista y privilegiada que vive atemorizada por el rechazo de su esposo; una arrogante sirvienta que ha renunciado a su lengua y cultura nativa; y una anciana orgullosa que se aferra a las tradiciones de su pueblo ante una sociedad cada vez más indiferente. Para Paraiti, el bebé de Vickers representa una última oportunidad de traer algo de justicia y balance a sus vidas, para Rebecca es una condena, fruto de la tensión racial y de géneros, como sucede en la clásica historia corta El hijo de Désirée (Désirée’s Baby), de la autora americana Kate Chopin. Se entrevé, entonces, que Mentiras blancas es una película de múltiples contrastes, choques entre la cultura occidental y nativa, la lengua indígena y anglosajona, las apariencias y los secretos. Con esta dicotomía en mente, Rotberg se inclina por una composición rica en simbolismo, al igual que Ángel de fuego (1992), donde exploraba la postura feminista en el contexto mexicano.
Evidentes como pueden llegar a ser, este constante juego de símbolos e imágenes complementan la estructura teatral del filme, recordando al “cine de cámara” mejor asociado con Ingmar Bergman por películas como Luz de Invierno (Nattvardsgästerna, 1962) o Persona (1966). Si bien la estética teatral tiende a ir en detrimento del usualmente fluido trabajo de cámara de Alun Bollinger (Criaturas celestiales/Heavenly Creatures, 1994), el ejemplar uso de iluminación y diseño de interiores permite al drama el espacio suficiente para respirar. Abundan, por tanto, los espacios “femeninos” como son el cuarto de baño, las recamaras o la cocina, lugares que son amargos recordatorios del encierro al que se han sometido por una razón u otra.
Mentiras blancas es la película rara que no teme poner a la figura femenina como centro; lo que pudiera resultar en una experiencia alienante para algunos, como ha pasado con películas tan diversas como Las vírgenes suicidas (The Virgin Suicides, 1999) o Las horas (The Hours, 2003). Afortunadamente, la ejemplar sensibilidad de Rotberg, tan lejos del sentimentalismo como el material lo permite, nos alienta a adentrarnos en una narrativa irreprochablemente personal. En todo caso, Mentiras blancas ofrece una mirada tranquila dentro de la vida de tres mujeres segregadas por una raza y cultura pero, finalmente, ligadas por uno de los vínculos primordiales: la maternidad.