Aparecen donde menos lo esperas, en un crucero de avenidas, en un parque, en las fiestas infantiles, hasta en las corridas de toros, y se adueñan del espectáculo y la atención del público recordándonos que, en el fondo, todos somos niños. Desinhibidos amos de la ternura, hacen del pastelazo una delicia y de la extravagancia un arte, con sus zapatos enormes y la cara embalsamada de colores, mientras revuelven las palabras para gobernar con desparpajo a su audiencia y mostrarnos que la risa es no solo una catarsis sino un gran puente para encontrar amigos.
–Y atrás de la raya, que estoy trabajando. Acérquese, damita, caballero, que aquí le leemos la buena suerte de su mujer por el marido que le tocó y la mala suerte suya de usted por la suegra que le cayó de penitencia y que se maquilla justo como Verdurito, mi humilde compañero aquí presente, que de eso no tiene la culpa. Arrímese, que no muerdo.
Aspirando a convertirse en el nuevo Cepillín, Bozo, Palillo o Cantinflas, los mimos Pescadito, Pildorita, Estrellita, Batibote o Escobeta se lanzan al ruedo con su nariz de pelota colorada y su peluca psicodélica, con sus trajes rayados y los pantalones casi a las rodillas, exhibiendo su capacidad para lidiar desde un toro hasta mil chamacos irreverentes, ya sea en un circo o en la kermés de la iglesia, y suelen tener una versatilidad envidiable para improvisar, cantar ópera, domar perros famélicos, burlarse de los políticos y los ejecutivos de corbata, tragar espadas de cartón corrugado, cachar pasteles de merengue con las pestañas o hacer trucos de magia intencionalmente fallidos. Pueden ser encantadoramente inocentes o despiadadamente albureros, los hay serios o torpes, escandalosos o mudos, solitarios o en folclórico conjunto, pero todos tienen el objetivo claro de que nosotros, los que los observamos ocultos tras una aparente normalidad, dejemos de tomarnos tan en serio.
–Pásele, caballero, no le va a pasar nada. Decimos las palabras mágicas: cuchiflín, cuchiflán y listo. Más le vale querer a su suegra porque con esta magia le aseguro que, en unos años, su mujer se va a poner igualita.
¿En serio, todos lloran?
A últimas fechas se ha insistido en que el payaso es un ser doliente que esconde la pena tras el maquillaje; esto puede ser cierto en algunas ocasiones, pero no es la ley que domina el universo. Hay espíritus libres que encontraron su habilidad para ahuyentar angustias; mimos de corazón que se ríen riendo y disfrutan cosechando carcajadas; soñadores y románticos que gozan lo que hacen; trabajadores de las muecas y las expresiones desbordadas; hay de todo. Y aunque las películas de terror y de aventuras han insistido en relacionarlos con la maldad, los payasos siguen basando su razón de ser en la frescura y no piensan arrancarle la cabeza a nadie, ni siquiera al escuincle que decide sacar sus rencores y frustraciones en contra de su colorida humanidad. Quizá Stephen King sufría de coulrofobia (miedo irracional a los payasos) pero no hay por qué contagiarse ni estereotiparlos como depresivos, ignorantes o malvados.
No solo las películas de Batman, en México, la triste canción de Fernando Z. Maldonado que hiciera famosa Javier Solis (“Payaso / soy un triste payaso / que oculto mi fracaso / con risas y alegría / que me llenan de espanto”) apoyó la devaluación de esta profesión mágica, que conserva pese a todo la riqueza de los antiguos juglares, mimos y bufones.
La próxima vez que vea un espectáculo de Calaquita o de Los Renacuajos, deténgase un momento y olvide la renta, el trabajo, la desastrosa actuación de su equipo de futbol o los acontecimientos en Kazajistán que lo traen tan compungido, y acérquese a descubrir que no necesita caminar por el mundo con esa carota de palo y que, si se ríe un par de veces, podrá agregar dieciocho segundos alegres a su vida, todo gracias a los payasos. Después de todo, lo importante no es saber de qué se ríen sino aprender cómo reírnos con ellos.