En nuestros días, acudir al cine a ver una película es una experiencia que involucra los cinco sentidos e implica un sentimiento de exclusividad. Las salas modernas de proyección son complejos integrales construidos de tal manera que el espectador pueda sentirse “en otro mundo”. La ambientación, los alimentos, las golosinas, la luz, la calidad de la imagen y el sonido. Nada está hecho al azar. Todo se ha planeado a la perfección para garantizar la satisfacción de los clientes y, desde luego, motivarlos a regresar.
Sin embargo, no siempre fue así. Si volviéramos en el tiempo y nos sentáramos en las primeras salas de proyección, lo más probable es que ni siquiera reconoceríamos como “películas” lo que pasaría frente a nuestros ojos. Y, a decir verdad, no lo eran. Se trataba simplemente de “vistas”, como entonces se les llamaba, pero tan impactantes resultaban que la alta sociedad mexicana –y con ella el mundo entero– se dejó seducir por un invento que cambiaría la percepción de la historia.
La fecha oficial del inicio de la cinematografía en nuestro país es el 6 de agosto de 1896. Ese día, el presidente Porfirio Díaz recibió en el Castillo de Chapultepec al emisario de los hermanos Lumière, el señor Gabriel Veyre y a su socio mexicano, el barón Claude Ferdinand Bon Bernard. La ocasión no podía ser más feliz. El viejo presidente, junto con gran parte de su familia, fue homenajeado con una función especial de un invento maravilloso llamado cinematograph.
Se desconoce qué “vistas” les fueron proyectadas, pero se sabe con certeza que los geniales hermanos enviaron 57 distintas. Poco antes de su visita al Castillo, ambos personajes se dieron a la tarea de buscar el local perfecto, y lo encontraron en el número 9 de la entonces calle de Plateros, hoy llamada Francisco I. Madero, en el Centro Histórico de la Ciudad de México. Cuando el presidente, asombrado, les dio la bienvenida a nuestro país, se planeó la presentación del cinematógrafo en sociedad. Fue así que en aquel local de Plateros, el 14 de agosto, se proyectaron las vistas tituladas Llegada del tren, Jugadores de ecarté, El regador y el muchacho, Disgusto de niños, Quemadores de yerbas, Juegos de niños y Comitiva imperial de Buda-Pest, entre otras.
Se trataba de simples escenas de la vida diaria, pero que, proyectadas en movimiento, y no en fotografía como era lo usual entonces, daba la sensación de estarse presenciando en vivo. Con la vista Llegada del tren, por ejemplo, que mostraba a una humeante locomotora acercándose rápidamente y de frente por la vía, los espectadores entraron en pánico y se levantaron alarmados de sus asientos con el fin de ponerse a salvo. El mundo no volvería a ser el mismo.
Un dato curioso: se tienen noticias de que antes de estas fechas, un tal William Kinkenstein ya proyectaba vistas similares en la ciudad de Guadalajara, y lo hacía con un aparato que se asemejaba en buena medida al cinematógrafo de los hermanos Lumière. Sin embargo y por desgracia, nada más se sabe de este notable hecho.
El Cinematógrafo Lumière, como se bautizó al local de Plateros, adquirió fama instantánea. Como agradecimiento, los encargados del lugar anunciaron a la prensa que ofrecerían funciones de gala todos los jueves. El 27 de agosto, la afrancesada alta sociedad mexicana se dio cita puntual para atestiguar la historia. Las expectativas eran elevadas, pues se habían anunciado “doce cuadros esplendidos” para esa noche.
La siguiente semana, los europeos idearon algo singular que sin duda terminaría de asombrar a todos. Esto sucedió el jueves 3 de septiembre de 1896, durante la segunda función de gala: los espectadores no dieron crédito a lo que veían. Un muro de ladrillo era destruido ante sus propios ojos. Instantes después, sin embargo, cada pieza de este muro volvía a su lugar mágicamente, hasta que el enorme muro quedaba de nuevo intacto. Se trató, desde luego, de la cinta proyectada al revés. Pero el asombro de los espectadores alcanzó niveles inimaginables. La modernidad había irrumpido en nuestro país.
Para anunciar la tercera función de gala, los emisarios de los hermanos Lumière recurrieron a otra innovación que perduraría por décadas: la primera cartelera cinematográfica de nuestra historia. En ella, enlistaron en un anuncio los títulos de las vistas que se proyectarían esa noche. De este modo, los espectadores podían saber con antelación que disfrutarían de El hombre serpentina, Boliches en Francia, Pelea de mujeres, Salida del barco, Comitiva del emperador de Austria, Una fiesta en Ginebra y El gigante y el enano, entre varias más.
Otra novedad se anunció esta vez: vistas tomadas en la Ciudad de México, entre las que se contaban El Canal de La Viga y Los alumnos de Chapultepec. En total, se capturarían 37 vistas en nuestro país durante esa primera etapa. Semanas después, vendría algo que es digno de recalcar: el primer noticiario cinematográfico. El lunes 14 de septiembre se proyectaron doce vistas, seis de las cuales se destinaron a la guerra que España comenzaba a librar en contra de los independentistas cubanos. Los espectadores atestiguaron lo que sucedía a miles de kilómetros, en la Península Ibérica, y después un poco más cerca, en la isla caribeña.
Las funciones se fueron propagando con rapidez a otras ciudades, la primera de ellas en Guadalajara. Meses más tarde llegaría otro invento genial: el Vitascopio, de Thomas Alva Edison, que servía básicamente para lo mismo: ilustrar sueños.
El cine, que había llegado para quedarse, alcanzaría en nuestro país su época de mayor esplendor durante las décadas de los cuarenta y cincuenta del siglo XX.