Aunque no es solo una característica mexicana, en nuestro país no hay nada más sabroso, en más de un sentido, que la cocina.
Por supuesto, aquí se bautiza un pollo con mole y se dan a luz los huauzontles, pero sus alcances van mucho más allá de las quesadillas con flor de calabaza y los nopalitos navegantes, del chocolate con piquete y la salsa de tamarindo. La cocina mexicana es el lugar preferido de Dios en esta tierra.
Confesionario, sala de confabulaciones, recinto de nuestra chismografía, casa de seducción y comadreo, antro de celestina, sitio de llantos íntimos, en todo eso y más se ha transformado lo que debería ser, básicamente, el cuarto de los anafres y las especias. La cocina es mítica, mágica, resuelve cólicos y alienta amores, cura depresiones y sugiere estrategias bélicas, abre esperanzas y cierra lutos, calma escuincles y resigna ancianos, ama y desama mientras se queman las tortillas. No es parte de la casa, es la casa misma, el sitio perfecto para que la familia se alimente de muchas cosas más que unos frijolitos con epazote.
No importa que sea de tablones o a la última moda, que tenga muebles de lujo o una plancha de cemento, que incluya estufa de veintitantos quemadores o un fogón con leña, la cocina es vientre hogareño y templo de oraciones profanas al que todos vamos, aunque sea de pasadita, para probar el pecaminoso menú de la cena y aprovechar para un ligero cotorreo de varias horas. Entre recetas y recalentados la vida pasa recomponiéndose en conversaciones clandestinas o chismes del personal de servicio, en amores clandestinos sazonados con eneldo y odios a fuego lento para hervir despacito, entre aceite de oliva y resentimientos en su jugo, no hay lugar donde se vea con más claridad el apocalipsis y se le encuentre con más precisión la belleza al mundo.
Aquí entran carnívoros y veganos, hipócritas a dieta o tragones irreverentes, afectos a la cafeína y pecadores de chocolate, las primas que están muy guapas y los primos que son muy insistentes, las tías que critican el pasado y las tías que critican el futuro, los maridos acomedidos y los zánganos, los niños con hambre o los que solo quieren una golosina, y todos salen con el alma apapachada o con la vida resuelta hasta la hora de la cena, con la barriga llena y el corazón contento o con la boca abierta aunque les entren moscas. Cocinar es divino, y acompañar a quien cocina lo es más.
¡Cuántas conversaciones son más sabrosas en la cocina! Ahí uno no tiene que conservar la etiqueta o portarse hipócritamente, ahí la neta es la neta mientras le ponemos sal al pozole, ahí las confidencias son profundas como tuétano con pipián, ahí las cosas no son a medias y la vida se maneja bien cocida, por eso quien domina la cocina domina el mundo y quien quiere saber de qué se trata la vida se asoma de vez en cuando, aunque lo pongan a lavar los trastes.