Sin lugar a dudas, el tequila es la bebida nacional por excelencia. Existe toda una cultura en torno a él. Una cultura que incluye canciones, rimas, poemas, dichos, refranes, anécdotas e historias sumamente relevantes. El pulque no se queda atrás, y sobre esta bebida de dioses y los lugares asociados a su producción y consumo (tinacales, haciendas y aduanas pulqueras y pulquerías) se cuentan las crónicas más sabrosas de nuestro pasado.
Sin embargo, estas dos bebidas no se encuentran solas en el escenario mexicano. A decir verdad, gran parte de los estados cuenta con una bebida tradicional, que es a la vez sinónimo de arraigo y símbolo de distinción.
Tenemos, por ejemplo, la charanda de Morelia, el bacanora de Sonora, el sotol del norte del país, el mezcal de Oaxaca, el mosquito de Toluca, los pajaretes del estado de Jalisco, los toritos veracruzanos y el xtabentún de Yucatán, entre muchos otros. Esto sin contar la variedad de vinos blancos, tintos y espumosos fabricados en estados como Querétaro, Coahuila y Baja California.
Ya desde la época prehispánica existían en nuestro país sitios destinados a reunirse y pasar un buen rato acompañado de alguna clase de bebida. Contrariamente a la creencia popular, el consumo de bebidas embriagantes no estaba prohibido, sino sólo el abuso de ellas.
Entrada ya la Conquista, cuando el pulque se había convertido en bebida de pobres, llegó la cerveza, y con ella, las primeras cantinas. En un principio, el pulque se expendía en carretas tiradas por mulas, que se podían encontrar en las principales esquinas (de esta ubicación se originó el nombre: esquina=cantina). En esas primeras cantinas se vendían bebidas traídas de Europa y licores mexicanos, elaborados a base de frutas.
En el año de 1800 había ya vinaterías – o vinoterías – donde se podía comprar licor, beberse en el lugar o llevarlo a casa. Fue hasta 1872 cuando se reglamentaron las cantinas, y la licencia número uno le correspondió a El Nivel, llamada así porque se localizaba frente al Monumento Hipsográfico a Enrico Martínez, que medía el nivel de las aguas del Lago de Texcoco. El monumento fue trasladado frente al edificio del Nacional Monte de Piedad, en los años veinte, donde todavía descansa. Esa primera licencia fue expedida por el presidente Sebastián Lerdo de Tejada. El Nivel, pese a su abundante historia, fue clausurada en el 2008 por la UNAM, pues la universidad era la dueña de todo el edificio.
Después vinieron El Gallo de Oro, que aún funciona, establecida en Venustiano Carranza y Bolívar, en el centro de la ciudad, y la tequilería de Manrique, en la calle del mismo nombre, después llamada Isabel La Católica. Sin El Nivel, El Gallo de Oro es, por cierto, la cantina más antigua de la ciudad.
Fiel a esta tradición, en el centro de la delegación Tlalpan se levanta inconfundible La Jalisciense, uno de los últimos reductos de la típica y original cantina mexicana, centro de reunión de parroquianos nacionales y extranjeros.
El 6 de enero de 1937, su primer propietario, don Lucio Rodríguez, recibió la debida autorización para poner en marcha el negocio, firmada por el doctor F. Barba González, jefe de la oficina correspondiente del Departamento Central. En ese entonces, La Jalisciense se ubicaba en la calle de Congreso # 1, dentro del edificio que ahora ocupa la Delegación Política de Tlalpan. Años más tarde, se mudó a un local en la acera de enfrente, mismo que ha sido su recinto desde entonces.
Su actual domicilio es monumento histórico por otros motivos. En la planta alta nació el poeta Renato Leduc en 1897, quien durante sus últimos años de vida fue cliente asiduo de este establecimiento.
Durante las primeras décadas del siglo 20, a esta cantina se le conocía como “La del Oeste”, por la cantidad de riñas que terminaban en balaceras.
Sin embargo, las historias más sabrosas del lugar son las que se tejen en torno a la figura de don Renato, las cuales él mismo solía contar todas las tardes, cuando, copa de coñac entre las manos, era rodeado por una pequeña multitud siempre dispuesta a pagarle sus gustos con tal de disfrutar de sus anécdotas.
Una de las que recordaba con más gusto sucedió en la Plaza de Toros. El poeta vio a María Félix acompañada de Agustín Lara, por lo que les gritó: “¡María!… ¿para qué traes paraguas?”. No se imaginó que esta peculiar broma se volvería recurrente cada vez que la pareja era vista en público.
Otro de los relatos de los que Leduc solía enorgullecerse sucedió en París, cuando entró a un café y comenzó a pedir coñacs, uno tras otro, sin detenerse. Después de varias copas, y cuando ya había reunido a una gran concurrencia que lo escuchaba con emoción, comenzó a morder las copas vacías y a masticar el vidrio. Ante esto, el dueño del lugar le preguntó con horror por qué lo hacía, a lo que respondió: “Prefiero morirme antes que ir a la cárcel por no poder pagar estos coñacs”. Por supuesto, le perdonaron la deuda.
Una tercera y última anécdota de don Renato se recuerda en La Jalisciense. Una tarde, precisamente en aquel lugar, y en medio de una importante muchedumbre, el vate acuñó una de sus frases más perdurables y certeras, y que permanece en la memoria de quienes la escucharon: “¿Por qué hay pendejos que le han puesto a estos negocios cantinas?… ¡Deberían llamarlos universidades!”.