En México no tenemos súper héroes, tenemos luchadores. Al igual que Superman, o Batman, usan máscaras y capas que encubren su verdadera identidad; pelean y combaten cuerpo a cuerpo con seres despiadados y ruines, sin embargo la gran diferencia es que no nacen, luchan y mueren entre las páginas de una historieta o una novela, sino en la vida real. Esa es, quizá, la magia hipnotizante de la lucha libre en nuestro país. Un espectáculo que oscila entre el deporte y la teatralidad, entre la ficción y la realidad. En este limbo encantador nació uno de los luchadores más legendarios de las arenas y coliseos de México: el Santo, el Enmascarado de plata.
Rodolfo Guzmán Huerta, el hombre atrás de la máscara, nació en Tulancingo, Hidalgo el 23 de septiembre de 1917, fiel seguidor de su hermano que luchó bajo el seudónimo de Black Guzmán, Rodolfo creció entre las cuatro esquinas de los cuadriláteros y reflectores de las principales arenas del país. En sus primeros años de luchador fue conocido con diversos motes: Rudy Guzmán, el Hombre Rojo, el Enmascarado, Murciélago II y Demonio Negro, pero ninguno con la fuerza suficiente para convertirse en una leyenda del ring. Inspirado en el hombre de la máscara de hierro, misterioso personaje creado por el escritor francés Alejandro Dumas, este luchador encontró la identidad que buscaba. Así, la noche del 16 de agosto de 1942, en el cuadrilátero de la Arena México murió Rodolfo Guzmán Huerta para dar vida al Santo, el Enmascarado de Plata.
Desde ese día, envestido con su máscara, capa y botines color plata, peleó de lado de los buenos, de los “técnicos”, contra un sinfín de “rudos” que en incontables ocasiones quisieron despojarlo de su máscara para revelar su identidad. Entre sus contrincantes más famosos estuvieron Blue Demon, Black Shadow y el Perro Aguayo, con este último el Santo mantuvo una memorable y acalorada lucha “máscara contra cabellera” frente a miles de ojos expectantes. El luchador de plata defendió su identidad hasta los últimos segundos, alcanzando la victoria y rapando la cabeza de su eterno rival.
El Santo, como el luchador de tiempo completo que fue, no sólo ganó batallas en el ring, sino también tras las cámaras de la pantalla grande, en donde se enfrentó con criaturas de lo más variopinto: seductoras mujeres vampiro, momias de Guanajuato, extraterrestres, zombis y hasta con Drácula y la hija de Frankenstein. El éxito de sus películas fue apabullante, al grado de que en un año grabó hasta cuatro filmes, sumando un total de 53 títulos en su haber. El cine de luchadores en la segunda mitad del siglo XX se convirtió en el género más taquillero, la fórmula del Santo fue repetida innumerables veces con otros personajes de la lucha libre, convirtiéndose muchos de ellos en íconos de la cultura popular mexicana, a lado de grandes personalidades como la de Cantinflas, Viruta y Capulina o Tin Tan. Sin embargo, como todo lo que empieza tiene que acabar, a finales de la década de los setenta, el cine de ficheras comenzó a ser un género más rentable, por lo que los luchadores dejaron los estudios de filmación para regresar a los cuadriláteros.
A pesar de ello, la popularidad del Enmascarado de plata jamás decayó. ¡Santo!, ¡Santo!, ¡Santo!, el eco de su nombre resonó aun después de su muerte el 5 de febrero de 1984, día en que como todo héroe mítico dejó este mundo para convertirse en la inmortal leyenda. Se dice que su máscara fielmente lo acompañó hasta el último de sus suspiros y hoy día una replica en plata custodia la urna con sus restos.