Primero de enero de 2009, madrugada: Canal Sur transmite su “Gala de noche vieja”; Erika Leiva y Rosa Marín (quienes parecen concursantes en algún reality de nuevos talentos) suben al escenario y cantan a dúo “Solamente una vez”. ¿Por qué la televisión andaluza eligió a Agustín Lara? ¿Por qué ésa, compuesta en 1941, de entre las seiscientas opciones que ofrece su obra? ¿Y cómo explicar, por contraste, que en sus tres discos de boleros Luis Miguel sólo incluyera éste y “Noche de ronda”, pero que ambas piezas también se hallen en el Ven acá (1990) de Eugenia León? ¿Por qué la lista de intérpretes que ha tenido incluye, por supuesto, al propio Lara y María Félix, pero también a Carreras, Domingo y Pavarotti cantando en trío, y a Fernando de la Mora, Andrea Bocelli y Pedro Vargas entre quienes lo interpretan en versión casi operística? ¿Qué permitió, entonces, que también la adoptaran Los Panchos, Los Tiranos del Norte, La Sonora Santanera y Barricada, un grupo de hard rock navarro? ¿O que los dúos en turno incluyan a Las Hermanas Huerta, Santo y Johnny, Thalía y Julio Iglesias, Julio Iglesias y Roberto Carlos, Roberto Carlos y Pedro Vargas, Marife y Paloma San Basilio, Manoella Torres y Yoshio, por no hablar de las interpretaciones solistas de Alejandro Fernández, Ana Gabriel, María del Sol, Lucía Méndez, Mirelle Mathieu y Nat King Cole?
Estrenado por José Mojica antes de convertirse en monje franciscano, el bolero en cuestión tiene cuando menos dos interpretaciones posibles. Una, religioso-anecdótica, remitiría al amor de Dios como el único puro, lo vincularía definitivamente con la vida del cantante, y aclararía por qué la voz poética dice que
Una vez, nada más,
se entrega el alma
con la dulce y total
renunciación.
La otra, profana-aspiracional (y frente a tantos intérpretes, la que parece más frecuente), sugiere, en cambio, el contraste entre una serie de “malos amores” y el actual que, como ocurre en todo bolero, debe ser irrepetible, final, verdadero… al menos hasta que se vuelva el más terrible, el implacable, el más feroz.
Como escuchas y admiradores de Lara parecemos preferir esta última, ¿será por una extraña empatía hacia las telenovelas que nos educaron sentimentalmente? ¿Es ésta la que nos lleva siempre a desechar el pasado y a decir una y otra vez que esta vez es la única, la nunca vista, la siempre esperada, la jamás vivida? No tengo certezas que ofrecer al respecto, pero viendo algunas letras de canciones creo que es claro cómo la obra lariana –y la lírica popular en general– propone amores en que la buena Fortuna cumple funciones primordiales: si cuando ese milagro realiza el prodigio de amarse hay campanas de fiesta que cantan en el corazón, será justamente por eso que podemos alimentar esperanzas en que la próxima vez las cosas serán distintas y ello es bueno. El peligro está en creer que será así incluso si no hemos cambiado.
Amor que, sin embargo y una vez que se toma alguna distancia al respecto, es todavía más difícil de explicar porque la voz de “El Flaco de Oro” distó siempre de ser buena y recitaba más que entonar sus propias composiciones. ¿Dónde está, entonces, la magia? En las asociaciones que cada uno establece con la letra, por supuesto; pero al mismo tiempo, en el número de veces que la hemos oído aún sin escucharla. En la posibilidad de que, justamente porque su autor no la cantaba tanto ni tan bien como su público hubiera querido, la enorme lista de intérpretes posteriores muestra que seguimos buscando la voz que le haga justicia definitivamente.
Visto así, pues, se trata de un clásico que lo es en todos los sentidos si consideramos que, como decía el escritor italiano Italo Calvino
- a) un clásico se esconde en los pliegues de la memoria colectiva
- b) nos llega marcado por las lecturas que han precedido a la nuestra y
- c) puede configurarse como un equivalente del universo
es decir, convertirse en amuleto individual y devenir algo que jamás nos será indiferente porque sirve para definirnos como personas (emblematizando, en este caso, nuestra idea de amor) aún si fuera por contraste con él. La obra de Lara en general, y esta pieza particularmente, lo hacen, y con ello nos dejan en libertad de pensar, tantas veces como resulte necesario, que solamente esta vez se entrega el alma; curiosamente, la oportunidad de olvidar para repetir y enamorarnos de nuevo se nos ha regalado en este caso con una canción que ya nos sabíamos; pero que seguirá siendo nueva tantas veces como la escuchemos en una voz nueva o, mejor aún, la susurremos otra vez a un oído nuevo.