Se ha dicho que Moctezuma, el dirigente mexica que tuvo la suerte o la desgracia de recibir a los españoles en Tenochtitlan, mostró debilidad, temor e incluso cobardía frente a Hernán Cortés y al resto de sus hombres. Aunque es complicado juzgar el pasado con las herramientas del presente, vale la pena aventurar una respuesta. Veamos.
Cuando los conquistadores arribaron a las costas mexicanas, el ejército de Cortés se resumía en poco más de 500 soldados y 16 caballos. Con todo y sus tres mil aliados tlaxcaltecas, se trataba de una fuerza prácticamente inútil comparada tan sólo con las 80 mil personas que habitaban las ciudades de Tenochtitlan y Tlatelolco. A pesar de su superioridad numérica, nutrida por los millones de habitantes que vivían en lo que hoy es nuestro país, Moctezuma se rindió con docilidad. La gran pregunta entonces es: ¿fue un cobarde? La respuesta es contundente: no lo fue.
Moctezuma Xocoyotzin contaba con una rígida preparación militar, intelectual y espiritual. Fue jefe de armas durante el gobierno de su predecesor, Ahuizotl. Entre 1502 y 1520 fungió como Huey Tlatoani (que es la forma correcta de llamar a los gobernantes mexicas, pues al no ser un imperio formal no existían los emperadores).
Como gobernante, fue un hombre duro. Centró el poder en su persona y para mantener el orden total, dirigió su aparato de guerra contra los pueblos más poderosos. No siempre lo favoreció la victoria, pues jamás logró someter por completo a los tlaxcaltecas ni a los tarascos. Sin importar estas derrotas, su prestigio era grande, al igual que su orgullo. Francisco Cervantes de Salazar en su Crónica de la Nueva España lo describe como un hombre fuerte y ágil, buen arquero, nadador habitual y entrenado en ejercicios de guerra. Pero también justiciero, lo cual lo hacía ser amado y temido a la vez. Gobernaba según las enseñanzas de sus antecesores, quienes habían transmitido la creencia de que sólo se podía mantener el orden y el gobierno mediante el rigor.
Otro de sus atributos se refería a lo religioso. Era sumo sacerdote de Huitzilopochtli (Colibrí del Sur), su antiguo dios que, según sus creencias, les había prometido gloria, esplendor, dominio y riquezas.
Para llegar a gobernar, Moctezuma debió ser un excelente soldado, de otro modo no habría podido aspirar al cargo de Huey Tlatoani (pues no era un puesto hereditario, sino que se adquiría mediante una elección). Sólo un hombre digno y preparado podía ser gran jefe militar, pues además debía contar con conocimientos de medicina, astronomía, escritura, literatura, historia, filosofía y cálculos calendáricos.
Moctezuma reunía los requisitos, pero, a pesar de ser un valiente guerrero, su personalidad lo situaba más del lado de los pensadores. Como sabio, conocía a la perfección las tradiciones y los dioses antiguos. Solía visitar las ruinas de Teotihuacán (que había sido destruida 600 años antes) para recibir mensajes de sus ancestros. Éste fue su punto débil: era absolutamente religioso. Supersticioso, podríamos llamarlo ahora.
Cuando, en la primavera de 1519, recibió noticias de la llegada de extraños a las costas del Este, primero se mostró cauteloso y astuto. Envió a algunos nobles como embajadores, quienes llevaban tres vestimentas distintas. La primera, asociada con Tezcatlipoca; la segunda, con Tláloc; la tercera, con Quetzalcóatl. Los embajadores tenían la misión de revestir al líder de aquellos extraños primero con los ropajes de Quetzalcóatl, pues Moctezuma consideró que se trataba del dios que regresaba a reclamar su trono. La prueba era sencilla: si era el dios o un emisario del dios, permitiría ser revestido con aquellos atributos. De otra forma, no. Así sabrían su identidad.
Hernán Cortés se mostró sumamente complacido al verse ataviado con aquellos ropajes tan finamente elaborados. Para los emisarios no hubo duda: Quetzalcóatl había regresado de su exilio. Para disuadirlo de reasumir su reino y convencerlo de que se marchara, Moctezuma le envió regalos de oro, plata, jade y telas bordadas, pero estos obsequios lograron justamente lo opuesto. Cortés envió a su vez un viejo casco oxidado con la orden de que le fuera regresado lleno de oro. El casco resultó idéntico a un adorno que presumía la estatua de Huitzilopochtli. Se trató de una señal más de pánico.
El conquistador insistió en que debía darle sus saludos en persona a Moctezuma antes de irse, pero el gobernante se mostraba receloso. Para entonces, el pequeño ejército español avanzaba despedazando a las tribus con sus cañones y sumando miles de soldados, resentidos con Tenochtitlan, a su causa. Tan sólo en Cholula, Cortés ordenó la muerte de tres mil indígenas.
A causa de estas terribles noticias, Moctezuma accedió a recibir a Cortés. El español supo que no tenía oportunidad de derrotar a aquel inmeso ejército, tan bien armado y entrenado, así que, jugándose el destino, arrestó a Moctezuma, quien se entregó sin resistirse.
Esta actitud, lejos de ser cobarde, simplemente fue consistente con las creencias de Moctezuma: estaba convencido de que Quetzalcóatl –el dueño del país entero– había vuelto a reasumir su reino. No existía duda en ello: todas las pruebas así se lo demostraban. Sin embargo, algo era diametralmente distinto a la antigua leyenda. Algo que volvía a esta situación extremadamente riesgosa para todos.
La diferencia es que no se trataba del mismo y bondadoso dios que se había marchado, sino de un dios distinto, cruel, al que no le importaba asesinar a miles de personas.
Moctezuma lo tuvo claro: el fin había llegado. ¿Luchar en contra de un dios? Nunca. Lo más sensato era recibirlo con honores, con la esperanza de que se marchara pronto o al menos confiando en que lo mantendrían contento. Si su sed de sangre se saciaba con el oro, ése sería el precio que pagarían.
Lo que no pudo hacer ninguno de sus enemigos, lo hizo la fe… o la superstición. Moctezuma había sido finalmente vencido.